Persistencia de la memoria
A grandes trazos, los autores teatrales se dividen entre los que escriben obras para la escena y los que pretenden reflexionar sobre ella, sobre sus condiciones de posibilidad. Rodolf Sirera ha oscilado a lo largo de su carrera entre un propósito y otro, incluso a veces los ha mezclado (como en El veneno del teatro, un texto fundacional que le hará sombra para siempre), con mayor o menor fortuna. Todo ello en el contexto de una obra de mucho oficio, narrativa muchas veces, en la que coexisten hallazgos singulares con ocurrencias de todo a cien.
No es el caso, por fortuna, de este texto, donde el juego con la memoria de al menos tres generaciones se refiere una y otra vez al mismo asunto, que no es otro que la dificultad de cambiar la vida más allá de sus accidentes ocasionales. Muy bien escrito, medido en todos sus detalles, con más de un homenaje a la tradición rusa del tipo Veraneantes, Sirera compone un texto muy medido en sus intenciones y en sus resultados, donde los saltos temporales se siguen dramáticamente en una sucesión perfecta de los acontecimientos (de otra manera: las emociones de la memoria son idénticas a sí mismas, sólo cambia, y no demasiado, el envoltorio que las acoge), aunque en la resolución escénica quizás está algo de más la proyección en pantalla de las fechas, entre 1929, 1969 y 2009, ya que se sobreentienden sin sobreimpresiones de esa clase.
Raccord
De Rodolf Sirera, por el Teatre Nacional de Catalunya. Intérpretes, Francesca Piñón, Artur Trías, Mar Ulldemolins, Oscar Intente. Iluminación, Joaquín Guirado. Vestuario, Mariel Soria. Escenografía, Anna Alcubierre. Sonido, Carles Gómez. Movimiento, Marta Carrasco. Dirección, Carme Portaceli. Teatro Rialto. Valencia.
De otro lado, hay que añadir que estamos ante una perfecta interpretación de Artur Trías, y ante el montaje más delicado y volcado hacia la intimidad de lo que cuenta que jamás se haya visto en Carme Portaceli, una directora que no siempre desdeña el estrépito gratuito. Un asomo de playa, arena, tumbonas, y un ambiente como decadente sin serlo del todo, todo ello muy bien iluminado, en uno de los textos más interesantes y oscuros de Rodolf Sirera que, mira por dónde, propicia uno de los montajes más contenidos y ajustados de Carme Portaceli. Un montaje donde el degustador encontrará más de un motivo de alegría, tanto en el texto como en su puesta en escena, y en muchos pasajes de la interpretación. No es ya que se pase un rato agradable. Es que estimula algo que se creía tan perdido como la función de la memoria en la vastedad de sus recursos.
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