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Columna
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Cohetería

Ahora que los interesados no me oyen -o eso espero-, me gustaría exaltar la fe rociera. Muy grande debe de ser esa fe, al menos aquí en mi pueblo, porque, a las siete de la mañana del día en que parten las carretas con rumbo a las sagradas marismas, los romeros se ponen a tirar cohetes para hacer partícipes a los perezosos durmientes de su alegría blancopalomera, para anunciar con júbilo de pólvora su expedición, en plan devoción solidaria, como quien dice. Pum.

Está bien eso de la cohetería, ¿verdad? El lanzamiento de un cohete viene a ser algo así como la metáfora de una emoción incontenible: estalla en el aire lo mismo que estalla en nuestro pecho. Pum. A las siete de la mañana. A la hora que sea.

Mucho me temo que esto de los cohetes es un recurso emocional mal explotado, y nunca mejor dicho. Le toca a uno, por ejemplo, el reintegro de la lotería primitiva -lo que ya es bastante, para como suele comportarse el azar- y lo normal sería que subiese a la azotea y tirase un cohete, para anunciar de ese modo al mundo su chamba. Sales bien de una operación a vida o muerte y lo que procede es montar un castillo de fuegos artificiales en mitad de la calle para que todo el barrio celebre tu regreso del país de las incertidumbres anestesiadas. Se acuesta uno con una persona despampanante y lo lógico es que salga de madrugada al balcón y lance al cielo estrellado 20 o 30 petardos para expresar su estupor jubiloso. Te toca en una rifa una tostadora de pan y vengan cohetes. Eligen a un pariente tuyo para participar en Gran Hermano y lo natural sería montar una velada con barra libre y cohetes, para festejar de ese modo su ingreso expeditivo en el gran mundo.

La explosión de un cohete significa alegría y prosperidad. Pum. Un simple pum y la vida parece el paraíso. Y es que mucho me temo que estamos desaprovechando el valor sociológico de los cohetes como expresión de bonanza y de celebración. Pasa una semana sin que oigas la explosión de un cohete y te preocupas, porque ese silencio es síntoma de que las cosas no van demasiado bien en el entorno, de que la gente anda atribulada y pesarosa, sin nada que celebrar, desmotivada. Hasta que, de pronto, una mañana cualquiera, nada más amanecer, o incluso antes, oyes un zambombazo y te emocionas. "¿Qué acontecimiento grandioso habrá tenido lugar?", te preguntas con exaltación indisimulable, y tu ánimo abandona las regiones tenebrosas del pesimismo, porque ese pum es una especie de big bang municipal, algo que marca un antes y un después en la rutina melancólica del girar de la fortuna: ha pasado algo. Algo de veras grande. Pum. "¿Qué ha pasado?", preguntas en cuanto sales a la calle. "Que hoy llegan al pueblo las reliquias ambulantes de santo Dominguito Savio, mártir de la castidad", te dicen, y ganas te entran de comprar unos cuantos cohetes y de lanzarlos a este cielo primaveral que anda revuelto.

Si todos asumiésemos la cohetería como un deber cívico, como un imperativo moral para concelebrar nuestras venturas privadas y colectivas, nadie pegaría ojo, y no faltaría algún aguafiestas que muriese de un infarto, pero qué maravilla: pum.

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