_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nación en estado

Mañana miércoles dará comienzo en el Congreso de los Diputados la primera de las dos sesiones del debate sobre el estado de la nación, el primero para el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero. Nunca como en esta ocasión habrá sido tan adecuada la denominación del referido debate. Porque lo cierto es que lo que suele abordarse en dicha sesión del Congreso no es tanto un debate sobre el estado de la nación cuanto una discusión sobre la acción política del Gobierno de turno a lo largo del año precedente. Tengo la impresión de que no va a ser así esta vez. El debate que mañana se inicia en el Congreso no va a ser, simplemente, un momento privilegiado para el control parlamentario de la labor del Gobierno. Todo indica que en esta ocasión vamos a asistir a un auténtico debate no sólo sobre el estado de la nación, sino sobre el Estado-nación español mismo.

España es hoy una nación en estado. Si durante los últimos meses de 1998 España parecía una frutería (se hablaba entonces de la posibilidad o no y, en cada caso, de las consecuencias de abrir el melón constitucional) hoy España es un paritorio. Habrá quienes, seguramente con argumentos sólidos, teman lo que de verdad pueda traer consigo un debate nacido menos de la virtud que de la necesidad, menos de la decisión de todos que de la urgencia de parte. Habrá quienes hagan notar su incomodidad ante una situación que, hoy por hoy, no es (no puede ser) otra cosa que un monumental follón. Sea como sea, haciendo buena aquella afirmación de Marx según la cual los seres humanos construimos nuestra historia, sí, pero no elegimos las condiciones en las que tal construcción debe afrontarse, sería una irresponsabilidad histórica negar la realidad de una España que, como ha señalado Maragall, "ha cambiado más su cuerpo que su mentalidad". El PP no puede quedarse fuera de este proceso.

Hasta hoy el único debate posible era aquel que se entablaba entre quienes conciben a España como demasiado una y quienes la piensan como demasiado otra. Era este un debate sin salida alguna, un demencial juego de suma cero en el que una grosera aritmética política de pérdidas y ganancias no hacía otra cosa que espesar una indigesta olla podrida rebosante de agravios, sospechas, miedos, deslealtades, amenazas y egoísmos. Hoy, por el contrario, se abre la posibilidad de pensar una España como la que viene delineando Rodríguez Zapatero, orientada a resolver su problema histórico de identidad pensándose a sí misma como espacio imprescindible de derechos y libertades, de paz y de solidaridad. No es más que un esbozo, apenas un par de trazos, tal vez más voluntad que proyecto: pero es más de lo que hemos tenido en los últimos diez años; y es infinitamente mejor que el choque de trenes al que nos abocaban Aznar y los nacionalismos autoproclamados históricos.

El destino del autogobierno de vascos y catalanes está inexorablemente ligado al proyecto de desestatonacionalización de España que ha empezado a impulsar el PSOE de la mano de Rodríguez Zapatero. Si es así, los nacionalismos vasco y catalán deben abandonar definitivamente la estrategia de free rider que históricamente los ha caracterizado para comprometerse lealmente en la gobernabilidad del hoy por hoy (Europa es futuro muy lejano) único marco incluyente que permite la protección de los derechos y las libertades de todos sin por ello sacrificar la pluralidad de pertenencias que nos caracterizan como sociedades. No se trata de abonar discursos rancios sobre unidades o esencias nacionales, sino de apostar por un proyecto moderno de ciudadanía definida por los derechos y las libertades de todas y cada una de las personas, en un marco de estabilidad jurídica garantizado por las distintas instituciones del Estado. Como ha dicho Magris, "nadie se enamora de un Estado pero hace falta el Estado para que podamos exaltarnos tranquilamente por lo que nos dé la gana y para que nuestra libertad, según la vieja definición liberal, sólo termine donde comienza la libertad del otro".

La nación está en estado. Estamos de parto. Y no estoy hablando de Letizia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_