De visita en la vieja casa
Quizás hacía treinta años; sí, seguramente. Conviene no dejar pasar tanto tiempo, no porque nosotros, los de entonces, ya no seamos los mismos, sino porque tampoco ellos, los de antes, son lo que fueron. Una de las sorpresas que trae consigo el privilegio de la edad es comprobar que con el paso de los años lo que cambia más profundamente no es el presente ni el futuro, sino el pasado. El presente se mantiene tercamente impasible tal y como dice la célebre canción: "Siempre es la misma historia, la lucha por el amor y la gloria". En cuanto al futuro, es perseguir viento, una quimera de la que viven las iglesias, la banca y los políticos. Lo único que cambia es el pasado. Si se olvida uno exageradamente de volver a un lugar antiguo, puede encontrarse con una devastación.
No es ésta, sin embargo, la experiencia de la que quiero hablar. No voy a mencionar un pasado irreconocible, erosionado de tal manera que ya ni siquiera pueda uno decir cómo era y deba exprimirse el seso recomponiendo rasgos arruinados o caracteres ilegibles, forzarse a recordar algo ya totalmente muerto. No. En este caso lo recuerdo perfectamente, pero... ¡cómo ha cambiado, Dios mío!
En su tiempo (¿el mío?) fue una figura que nadaba entre dos aguas. Por una parte era un modelo para muchos. Le respetaba Faulkner y también le respetaba Cela, que son los dos polos del arco literario. Pero, por otra parte, era demasiado mundano para que lo tomaran en serio los artistas severos. Aparecía en las revistas, se codeaba con personajes como Picasso y Dominguín, casó varias veces con mujeres que o bien eran ricas o bien eran hermosas, aunque nunca ambas cosas a la vez. Y ya se sabe que los artistas deben obedecer un mandato imperioso que impuso el romanticismo: han de ser infelices, desdichados, miserables. Un artista capaz de gozar de la vida, no puede ser, eso lo saben todos los resentidos. Y mucho menos si el artista es mundano. En las hemerotecas hay demasiadas fotografías suyas -con un león muerto a sus pies, como pareja de la joven Ava Gardner, en una corrida junto al gran Ordóñez, fumando un puro con Fidel Castro cuando aún no era un imbécil, exhibiendo un pez espada descomunal- como para que pudiera ser un auténtico artista. Sin embargo, aquella mundanidad respondía a un verdadero favor popular, a un amor público. Era una figura moral. Su suicidio trajo mucho llanto.
Lo he revisitado con prudencia, aprovechando que hace un par de años se reeditó su integral de short stories, formato en el que dio lo mejor de sí mismo. La sorpresa ha sido mayúscula. ¡Cómo ha cambiado! Para empezar, ni uno solo de sus cuentos pasaría hoy la censura. Su temario es totalmente incorrecto. Corridas de toros, cazas de animales, pesca de altura, la guerra, el boxeo, la bebida..., todo aquello que en la actualidad, y según nuestros moralistas, solidarios y patrióticos, sólo practican los narcotraficantes. Aquel modelo moral de hombre libre es hoy un monstruo.
Curiosamente, no hay apenas violencia en estas historias breves. Sin duda, el toro atraviesa las entrañas del torero, el cazador destroza la cabeza del león, el soldado hunde su bayoneta en el cuerpo enemigo. Sin embargo, la violencia ha sido transformada en un icono, una imagen estática cargada de sentido y expuesta como algo inherente a la libertad de los humanos, animales poco fiables, según creía Sófocles. Como en una pintura antigua en la que se representa la matanza de los inocentes, hay sangre en estas historias, pero apenas hay violencia porque se expone desde la racionalidad de un oficio exacto y perfecto, la escritura, cuyo fin es dar sentido al mundo mediante palabras. Evidentemente, éste es un fin por completo opuesto a la violencia siniestra, pérfida, perversa, patológica de aquellos que disimulan la violencia, la disfrazan, la usan con fines decorativos, la esconden debajo de la alfombra o tratan de reducirla a un problema burocrático, a un "conflicto" del que puedan sacar beneficios y plazas de funcionario.
Tampoco son recomendables estos cuentos para las escuelas, siendo así que reflejan un mundo exclusivamente masculino y en el que las mujeres aparecen con la dignidad e incluso con la grandeza de las incógnitas absolutas. Es decir, con los mismos problemas y soluciones que los hombres, como si no hubiera diferencia entre los sexos. ¿Quiso o no quiso matar a su marido la esposa del joven Francis Macomber? Ella disparaba contra el búfalo furioso que iba a embestir a Francis. Desgraciadamente, erró el disparo. Nunca sabremos si la magnanimidad de aquella mujer (que uno imagina inevitablemente como Grace Kelly) consistió en rematar a su débil, humillado e ineficaz marido o tratar de salvarle la vida por compasión. ¿Importa algo? Quizás a los herederos de Macomber, que era rico, pueda interesarles apelar a la justicia. Para nosotros, el destino de Francis Macomber es justo, inevitable, funesto, y se llamaba Margot. No necesitamos saber nada más para comprenderles a él, a Margot y al búfalo.
Uno no podría recomendar a los estudiantes la lectura de unas historias en las que por encima de todo se defiende la individualidad, esa tendencia de algunos humanos que les hace ir por libre aunque pertenezcan a naciones, a clubes de fútbol, a religiones, a minorías sexuales o a géneros oprimidos. Hasta los soldados de Hemingway que luchan contra los alemanes son, ante todo, individuos. No son partícipes de una idea, de un principio político compartido, de una comunidad nacional, religiosa, lingüística, sino que son únicamente individuos, y sus características sociales (lengua, nacionalidad, religión, ideas políticas) son del todo irrelevantes. Si estos personajes dirigieran su comportamiento, repentinamente, por convicciones políticas, religiosas, nacionales o ideológicas, se convertirían en los malos del relato. En alemanes.
Por no ser, ni siquiera son solidarios. Quizás por eso pueden ayudar a algunas personas concretas. Siendo así que no están ocupados en salvar a las minorías oprimidas, a los animales en extinción, a las lenguas minoritarias o a los niños hambrientos, pueden dedicar buena parte de su vida a ayudar a alguien que a su vez puede ayudarles a ellos. Al decir "alguien" estoy repitiendo otro de esos rasgos que hacen de Hemingway un escritor tan poco recomendable como hace unos años el marqués de Sade (el cual ahora, fíjate tú, se lee en el bachillerato), ya que sus personajes actúan impulsados por la sensatez del deseo, es decir, por una pulsión individual y siempre respecto de otro individuo (e individua, si es vasco) también imposible de identificar con una causa nacional, lingüística o solidaria. Dicho con mayor claridad, sus personajes tienen la desvergüenza de actuar como si sólo fueran responsables de sus actos ante la inminencia de la muerte, en lugar de responder ante la comunidad, la grey, el partido, la prensa o el pueblo.
Alguien que sólo puede relacionarse con individuos y desde su individualidad es alguien por completo rechazable en el actual marco de moralidad gregaria. Un escritor que ve en la violencia un motivo para poner de manifiesto el oscuro y doloroso misterio que arrastramos todos y cada uno de nosotros, nuestra irremediable soledad, y que ningún partido, patria, sacerdote o causa jamás podrá resolver, es un escritor negativo, deprimente, pesimista, machista, falocentrista, insolidario y facha. Aunque cursi no. Eso no.
Visitarlo me ha producido la inquietante impresión que causaban a los viajeros del ochocientos las colosales estatuas asirias y egipcias medio enterradas en la arena del desierto. Gigantes que recordaban un mundo bárbaro, afortunadamente superado por las democracias occidentales. Los viajeros se retrataban junto a un dedo índice de piedra diez veces más alto que ellos, con el salacot en la mano y sonriendo beatíficamente. Para su felicidad, los exploradores sabían que aquellos monstruos arcaicos habían sido vencidos. Y que ahora todos medimos lo mismo.
Félix de Azúa es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.