Estatuto
María se ha colocado unas gafas para taparse el moratón de los ojos. El otro día salió a buscar un carpintero para cambiar la cerradura de su casa. Hoy ansía el trabajo que dejó con el primer hijo. Maruja tiene a su padre con Alzheimer. Lleva un año esperando un centro público donde ingresarlo. Su padre no dice nada. Ni tan siquiera la reconoce. A Manolo las heladas le dejaron sin sus aguacates. Y no llegan las indemnizaciones. Juan acude mañana a su cuarto trabajo del mes. Este último, de tres horas los fines de semana. A Adela, su niño no le ha entrado en el colegio donde está su otro hijo. Tampoco hay plazas de comedor, por lo que el año que viene tendrá que partirse en dos para recogerlos a la misma hora en dos centros distintos. Juan debe pagar mañana la hipoteca. Tiene una vivienda cuyo precio se ha duplicado desde que la adquirió, pero no vive en ella porque no le quedó dinero para los muebles. Felipe baja cada día de su pueblo a trabajar a la costa. En la construcción. Ni nadie le ha explicado como subirse a un andamio, ni le resuelve el atasco diario en la autovía.
María, Manolo, Adela... llevan un año escuchando polémicas en torno al Plan Ibarretxe, al Estatut de Cataluña y ahora sobre el Estatuto de Andalucía. Y no se enteran de nada. Han llegado a la conclusión de que los tres les importan un bledo, si al final eso no va a permitir un mayor grado de bienestar social. O los políticos se dedican a hacer pedagogía y demuestran que abrir el melón de la segunda gran transformación del Estado autonómico va a servir para resolver sus problemas, o aquí todo el mundo va a acabar pensando que la reforma estatutaria no es más que un simple reparto de poder y no un sistema para alcanzar una sociedad más justa e igualitaria. El debate desde la bronca y con brocha gorda en un asunto que hay que configurar a pinceladas muy finas está poniendo en peligro la solidaridad entre las comunidades autónomas. También la igualdad de oportunidades, con independencia del lugar donde haya nacido cada uno. Los políticos corren el riesgo de expulsar a los ciudadanos del debate más importante desde el acuerdo constitucional, al plantearlo en unos términos que no interesan a nadie. Hay veces que a uno le pide el cuerpo un mucho de demagogia y un poquito de por favor.
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