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Columna
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Botellón de apoyo

Zapatero no quiere a Madrid; Esperanza y Alberto quieren a Madrid, pero no se quieren entre ellos, y por eso este año los vecinos del Dos de Mayo se han quedado sin fiestas. ¿Raro?, no lo crean, todo tiene su explicación. El presidente del Gobierno, dice la presidenta de la Comunidad, es el culpable de todo lo malo de Madrid, llevado por su desamor a una ciudad y a una provincia que se empeñan en votar a la derecha (sus sinrazones tendrán). ZP es el responsable de los descomunales atascos del último puente y de la poca afluencia de público a las manifestaciones del Primero de Mayo. Si él y su ministro de Trabajo hubieran convencido a los trabajadores para que acudieran a la manifestación reivindicativa en vez de viajar a Benidorm o a Marbella, los madrileños no hubieran salido disparados en estampida a la conquista de las playas y no hubieran colapsado la magnífica red de infraestructuras viarias que nos legó Álvarez-Cascos.

Aunque enfrentados en muchos temas y con unas relaciones interpersonales frías y distantes, Esperanza y Alberto están de acuerdo en nimiedades como aguar las fiestas del barrio de las Maravillas y de las malasañas una vez más. El año pasado, vecinos y comerciantes de la zona aceptaron la suspensión de sus festejos tradicionales, con más de un siglo de azarosa existencia, por el luto del 11-M, que ya duraba más de 40 días. Malas lenguas dijeron entonces que el luto del flamante alcalde y de la nueva presidenta de Madrid estaba en gran parte motivado por otra catástrofe, la derrota de sus compañeros de partido en las elecciones generales, una derrota que los populares encajaron como si fuera un atentado electoral.

Este año el alcalde Gallardón tampoco tenía el cuerpo para fiestas, ya tenía bastante con esas celebraciones institucionales que incluyen desagradables tête-à-tête con su sucesora, compañera de partido, que no de partida. Este año las malas lenguas comentaban en los corrillos de vecinos y comerciantes indignados que tal vez Gallardón hubiera patrocinado las fiestas de haber sabido que para Esperanza, residente en la zona, son un incordio porque las tabernas de su calle montan barras en el exterior y su coche oficial tiene problemas para depositarla en su domicilio.

Cuando unos días antes de la fecha señalada para el patriótico festejo la propietaria de un bar de la plaza llamó a la Junta Municipal de Centro solicitando permiso para poner una barra en la puerta de su establecimiento durante las fiestas, un funcionario le informó que no podían dársela porque las fiestas "no estaban previstas", respuesta digna de Bartleby, aquel escribiente del cuento de Melville que a cualquier orden de sus jefes respondía: "Preferiría no hacerlo". Luis Asúa, concejal de Centro, se excusó en la falta de presupuesto, esta vez no servía aquello de que se entorpece el tráfico rodado, pues la ciudad había sido abandonada por la mayoría de sus habitantes como si estuviera apestada. En mayo de 1977, los vecinos de un barrio que empezaba a llamarse Malasaña recuperaron por su cuenta y riesgo las fiestas prohibidas por los últimos alcaldes franquistas; para demostrar su cambio de talante, el Ayuntamiento de entonces subvencionó con 8.000 pesetas a los festejantes para que se las gastaran en chocolate, churros y limonada. En 2005, ni un euro, aunque el concejal, en prueba de buena voluntad, se comprometió a apoyar a los vecinos si querían celebrarlas.

Y vaya si apoyó... Sin subvención y sin permisos, los vecinos se dispusieron de todas formas a celebrar unos modestos festejos, con actividades sobre todo para niños y ancianos, que los jóvenes ya saben divertirse a su aire. El apoyo del Ayuntamiento consistía esta vez en un tabladillo y licencias para churrerías y puestos ambulantes que no vendieran alcohol. Una forma harto sibilina, otra vez las malas lenguas, de hacer la competencia, la puñeta a los comerciantes del barrio, que el viernes, dos días antes del comienzo oficial de las no fiestas, asistieron atónitos a una de las acciones de apoyo del Ayuntamiento, el primer gran botellón autorizado en la plaza, con 25 policías como porteros de la gran discoteca al aire libre, testigos excepcionales de una gran bacanal municipal en la que cientos de adolescentes, sin edad legal, llegados de todos los confines de la urbe se emborrachaban impunemente a la salud del Ayuntamiento y vomitaban, orinaban y defecaban en los portales de los sufridos vecinos, que al final, hartos de tanto apoyo, suspendieron la fiesta.

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