La política se calienta y el presidente viaja
El presidente de la Generalitat, Francisco Camps, ha emprendido un denso periplo por los EE UU para promocionar algunos de nuestros principales fastos, y principalmente la Copa del América de 2007. No obstante, el programa incluye una serie de visitas a entidades económicas, organismos y corporaciones públicas que no le van a dar respiro. El molt honorable tendrá oportunidad de airear el nombre de Valencia, aleccionando a muchos de sus interlocutores yanquis, tan ajenos como desdeñosos de toda geografía que no sea la suya, que nuestra capital es algo más que ese puntito negro que los mapas sitúan al norte de Benidorm. Una nota aclaratoria que, además de útil, servirá para moderar la megalomanía chovinista en la que suele incurrir nuestro primer mandatario.
La guinda y colofón de este itinerario se pondrá el próximo jueves, cuando nuestro presidente se reúna con el gobernador de Florida, Jeb Bush, el miembro del linajudo clan afamado por sus deslices rocambolescos. Un encuentro cuyo motivo no se nos alcanza, pero que, sin duda, ha de tenerlo. Por lo pronto y cuanto menos podrán cambiar impresiones sobre asuntos de interés común como, por ejemplo, el alarmante aumento de la inseguridad ciudadana en aquel Estado y en varias comarcas del País Valenciano. Confiemos en que el titular de la Generalitat no se sienta tentado por los métodos expeditivos que ha implantado el mentado gobernante, propios de un territorio habitado por hienas, mafiosos y tipos armados hasta los dientes. Mejor matar el tiempo hablando de los negocios bushsianos con la familia real saudí y el prodigio justiciero de Guantánamo. ¡Qué horror!
No diré yo, como se ha dicho, que este viaje es una huida, una manera de poner tierra de por medio con los problemas que bullen en el gobierno de la comunidad y en el seno del PP. Estos despliegues turísticos u oficiales, como es sabido, se diseñan con tiempo para acomodar las agendas respectivas y concertar el concurso de la clac, así como de los palmeros mediáticos allí donde se requiera. Pero si excluimos la mala fe, no podemos soslayar la desafortunada programación política que se cuece en el gabinete del presidente y que se desprende de este bolo por tierras americanas. ¿O es que se trabaja a golpe de improvisación?
De todos modos, y a la vista de los apremios con que han azuzado los negociadores populares del Estatut, es posible colegir que previesen tener cerrados los tratos antes de que el presidente cruzase el charco. Una temeridad, pues la reforma de la carta magna podía torcerse -más aún cuando arrecian los chuzos en las nacionalidades históricas- y exigía la presencia y tutela de quien, hoy por hoy, es su máximo valedor. Quizá de ahí, esa pintoresca cláusula propuesta por Camps, en función de la cual y dicho llanamente, de rey abajo, ningún estatuto tendrá una competencia más que el valenciano, que asumirá automáticamente todas las que el Estado vaya habilitando para unos u otros. Con esta salvaguardia, el presidente podía irse tranquilo, pues apostábamos por todos y cada uno de los caballos ganadores. Lástima que, además de constituir un embeleco jurídico que ha pasmado a los constitucionalistas, la fórmula demuestra también que el titular de la Generalitat está verde o dejado de la mano de Dios en punto a asesoramientos.
También amparaba el viaje la convicción de que la reforma que se tejía era, en el caso del PP, como la tela de Penélope: los zaplanistas, marginados y desinformados, debelaban en cada ocasión los acuerdos que se iban concertando, poniendo en un brete el liderazgo del presidente. Tiempo habría, pues, para cerrar la operación reformadora y, a mayor abundamiento, distanciarse del cotarro local propiciaba al presidente Camps olvidarse por unos días de la corrupción que comienza a burbujear entre las filas conservadoras y que bulle, en forma de pelotazos urbanísticos o prevaricaciones a lo largo y ancho del ámbito autonómico.
Es posible que este alejamiento provisorio y ultramarino permita al presidente percibir en su dimensión el descrédito y desgobierno en el que se va deslizando su gestión, contestada desde dentro de sus filas y, cada día más, desde la oposición, tan acomodada y muelle hasta ahora.
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