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Columna
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Sodoma y Gomorra

Se sugiere, quién lo iba a decir, que en vez de España, la católica, y Cataluña, la conservadora, esto es Sodoma y Gomorra: territorio sin ley, patria de lo disoluto, refugio de la lascivia, baluarte del libertinaje. El divorcio rápido y el aborto fácil no son nada ante la que se está organizando por las bodas gays. Y digo boda y no matrimonio, como sería lógico, porque buena parte del enredo se centra precisamente en la palabra utilizada, aunque ambas vengan a significar aparentemente lo mismo: casarse, sea con un contrato o con una bendición por medio. De inmediato, hay que subrayar expresamente, es obvio, que la diferencia entre un contrato y una bendición es tan abismal como entre las leyes humanas y la religión.

No hay que tomarse la cosa a la ligera, pese a que tiene su gracia que sean precisamente los homosexuales quienes más parecen confiar en esa unión contractual que pronto permitirán las leyes españolas. En paralelo, parece que la obsesión de los heterosexuales puede ser la de divorciarse lo más rápido posible. No está claro que el divorcio de parejas heterosexuales se realice para volverse a casar de inmediato, como, en tiempos, hizo Elizabeth Taylor. Los divorcios suben en España no porque la gente quiera casarse más sino porque no soporta la vida en pareja. El hecho escueto es que en pocos años se ha doblado la gente que vive sola y eso sí que es una novedad en este país. Si la soledad es distintivo y tendencia clara de estos tiempos, la vida en pareja parece complicarse.

Siguiendo ese hilo se podría llegar a pensar que a los gays de toda condición les encantan las complicaciones. Es una posibilidad. Pero hay, al menos, otra: que los derechos civiles individuales sean insuficientes y que el hecho de reivindicar la boda (siempre civil) responda, prioritariamente, a intentar, por esta vía, una equiparación plena de derechos para los individuos, sean homosexuales o no. Llama la atención que esa discriminación legal no pueda ser resuelta más que por la vía de la unión contractual de la pareja legalizada por una autoridad. Y es también llamativo que se reivindique más el matrimonio que los derechos individuales en sí.

Todo indica que la sociedad es, aún, prisionera de una forma de convivencia como mínimo contradictoria: si el divorcio es una consecuencia en alza del matrimonio, ¿por qué no inventamos un sistema de garantías de los derechos individuales que no sea el matrimonio civil? ¿Cuánto ahorraríamos todos en divorcios y papeleo en general? En Francia este es un debate en el que han entrado renombrados magistrados que han llegado a pedir la supresión total de las uniones civiles si los derechos individuales están garantizados. Aquí, en cambio, todo el mundo parece estar -aunque la realidad lo desmienta- a favor del matrimonio.

La ventaja de la discusión francesa es que se centra en el matrimonio civil: no hay confusión entre lo que es un contrato -entre dos, ante la sociedad- y una bendición religiosa a personas que se unen para convivir como miembros de esa religión. Aquí, en cambio, se induce habitualmente a la confusión entre lo público y lo privado, lo legal y las creencias, el delito y el pecado. Y, claro, se organizan conflictos sin fin que afectan no sólo a la convivencia sino a la democracia misma.

¿Puede un funcionario público -un ciudadano- saltarse la ley si lo pide un obispo? ¿Son lo mismo las uniones civiles de gays que lo que afecta a la vida y la muerte? ¿Cabe objeción de conciencia ante las bodas gays como acaba de pedir un cardenal? ¿Están las leyes civiles sujetas a las creencias religiosas o son un pacto entre ciudadanos que piensan de diferente forma? Fomentar esta confusión, de momento, es hacer política; mala política, por cierto. Eso sí que debería ser pecado.

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