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Columna
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El lío gay como paradigma político

El guirigay organizado tras la aprobación del matrimonio homosexual por el Congreso de Diputados, más allá de la anécdota evidencia algunas cuestiones pendientes en la democracia española.

La primera, que la homosexualidad no goza aún de carta de naturaleza ni entre sus mismos practicantes. Al menos, entre la clase política. Por eso tiene doble mérito el diputado autonómico del PP Felipe del Baño al reconocer públicamente su condición sexual en medio del fregado dialéctico propiciado por su propio partido. ¿Cuántos otros diputados/as no comparten su condición sin atreverse a manifestarlo abiertamente?

No se les puede reprochar que no lo hagan. La existencia de colectivos gays militantes y combativos no conlleva necesariamente una aprobación social tan generalizada como se cree. Por eso, también, fue un rasgo de valentía en su día el del diputado socialista catalán Miquel Iceta al ser el primero en hacer pública su opción sexual. Otro político de amplia y brillante trayectoria, Jerónimo Saavedra, que fue presidente del Cabildo canario y ministro con Felipe González, sólo manifestó su condición en un libro posterior, Españoles salen del armario, en el que Fernando Bruquetas recogía el testimonio de algunos homosexuales famosos.

¿Habría podido realizar el político socialista su carrera política de haberse conocido previamente su situación? Probablemente, no, porque la izquierda no ha sido más permisiva que la derecha en estos temas hasta hace bien poco tiempo. Películas como El diputado, de Eloy de la Iglesia -que encubría crípticamente la situación de un político español de la transición, al decir de algunos-, o La muerte de Mikel, de Imanol Uribe -en un ambiente abertzale vasco- lo evidencian.

Ahora, por fortuna, las cosas son bien distintas. Y la mayor aceptación social de la libertad de elección sexual no está ligada a ninguna ideología política determinada. Homosexual connotado es, por ejemplo, el alcalde de París, el socialista Bertrand Delanoe. Y también lo era el asesinado líder de la extrema derecha holandesa Pim Fortuyn. Más diversidad, imposible.

Pero volvamos al guirigay nacional. Dentro del PP -que, como es sabido, prefiere el concepto de unión civil al de matrimonio en los contratos de parejas homosexuales-, hay alcaldes como Luis Díaz Alperi o Javier León de la Riva que no quieren oficiar esos matrimonios. Otros, como Rita Barberá o Alberto Ruiz-Gallardón, que no tienen inconveniente alguno en hacerlo. Hasta ahí no hay problema, dada la delegación que se viene produciendo desde antiguo en concejales bien ansiosos de la efímera notoriedad que les produce el casar hasta a una monja. El lío viene de las llamadas a la desobediencia civil basadas en una objeción de conciencia que no está tipificada como tal en ninguna ley, a diferencia del caso de los médicos respecto al aborto. Lo que sucede es que éste es un país en el que las leyes se incumplen casi por sistema. Por ejemplo, ¿cuántos alcaldes vascos fueron penados por fomentar la insumisión militar -ojo, no la objeción de conciencia, que es otra cosa-, negándose activamente a la conscripción de sus vecinos? Ni uno. Ése es, pues, un buen recordatorio al afirmar que las leyes son iguales para todos y que todos somos iguales ante la ley.

De todas las variables de este enredo, la que más me complace personalmente es la recuperación de la conciencia individual por parte de algunos diputados. La ex ministra Celia Villalobos rompió la disciplina del PP al votar a favor del matrimonio de gays y de lesbianas. Y lo primero que ha hecho su partido es castigarla. El alcalde socialista de La Coruña, Paco Vázquez, por el contrario, ha dicho que se opondrá a esa ley en el Senado, contradiciendo también a su partido. ¿Será asimismo castigado?

Esa férrea disciplina cuartelera que imponen los partidos a sus miembros se ha roto, afortunadamente, por una vez. Por una cuestión moral. Como debería hacerse siempre, trátese de las leyes del aborto o de la participación militar en Irak. Hasta ahora, en cambio, nuestros congresistas, como previsibles autómatas, vienen votando lo que les dictan sus respectivos portavoces. El que haya temas como éste, en que primen los criterios éticos de diputados y senadores sobre la conveniencia de sus respectivas siglas políticas, al margen de cuál sea el resultado y de la opinión que tengamos sobre él, eso constituye en sí mismo una buena noticia de la que tenemos que alegrarnos todos.

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