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Columna
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Crítico

LA TRAMA es muy simple: un pintor escocés, llamado William Nasmith, circunstancialmente retirado como un ermitaño en un pequeño islote de la Bretaña francesa, acepta el imprevisto encargo de un viejo amigo, a la sazón crítico de arte afamado, el londinense Henry Morris MacAlpine, para que le retrate. Pero lo que parece, en principio, un sencillo gesto filantrópico por parte de quien ha triunfado en su profesión frente a quien se ha automarginado, enseguida se convierte, según Iain Pears, el autor de la novela titulada El retrato (Seix Barral), en una inesperada y feroz denuncia de la persona concreta y de la función crítica que desempeña. De esta manera, mientras el pintor ejecuta la obra, va evocando, mediante un monólogo que llena todo el relato, cómo se fraguó la amistad entre ellos y, sobre todo, cómo llegó a la conclusión de la perversidad moral, en todos los órdenes, de su atónito modelo.

Pears encuadra históricamente la acción en el momento exacto de fines del XIX y comienzos del XX, trufando con datos y nombres reales del arte británico de estas fechas los por él relativamente inventados, porque no cuesta identificar al crítico MacAlpine con el célebre Roger Fry, el responsable de la introducción del posimpresionismo francés en el pacato y conservador ambiente del Reino Unido de antes de la Primera Guerra Mundial. El trasfondo de este ajuste de cuentas, en todo caso, no dirime la pugna personal entre un inocente pintor desdichado y un crítico humana y profesionalmente miserable, sino el martirio del creador por parte de quien lo juzga de manera rastrera. O sea, la total incompatibilidad entre ellos, planteada con el radicalismo de que, no digo el triunfo, sino la existencia misma del primero es inviable con la supervivencia del segundo.

Si tenemos en cuenta que, justo en ese último tercio del XIX, mientras Nietzsche consideraba que el arte y la estética estaban medularmente corrompidos por el predominio contemporáneo del punto de vista del espectador sobre el creador, Oscar Wilde proclamaba que no podía existir la creación sin la crítica, no parece equivocado Pears al situar entonces la acción de su novela. Ahora bien, la polémica influencia del crítico de arte profesional, tal y como se nos presenta en la figura de MacAlpine/Fry, ha sido barrida por otras instancias desde hace bastantes décadas.

De todas formas, antes y ahora, y se mire por donde se mire, el poder del crítico, sea como tal o a través de cualquiera de las nuevas plataformas que lo sustituyen hoy, no es jamás personal y directo, sino vicario; esto es: el que le corresponde a un portavoz, que representa a ese impredecible monstruo de mil caras que llamamos "público", abstracción que designa el consumo anónimo del arte. Por eso, cuando el atribulado pintor Nasmith, tras concluir su retrato físico y moral del acorralado MacAlpine, arroja a éste por un mortal acantilado de su diminuta isla, puede que se tome la justicia por su mano, pero no alivia con este premeditado asesinato, a modo de sacrificio ritual, ni su problema personal, ni la soledad del artista, algo más profundo que su mero aislamiento.

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