El "no" francés
Cuando escribo este artículo parece que el "sí" francés a la Constitución europea se acerca al "no". Pero puede que mientras el amable lector recorra estas líneas, el "no" haya vuelto a la carga. Mi impresión es que la decisión final se fraguará en los tres o cuatro últimos días, como quien dice a pie de urna. Y no puedo imaginarme que los franceses renieguen de su propio invento, pero el susto que habrán dado pasará a la historia. Entonces se dirá que han estado jugando al escondite y que razones tenían para eso.
Uno siempre ha sido admirador de Francia porque algo hay que admirar, que es propensión universal; pero tampoco se prosterna uno ante la sabiduría francesa, de modo que si gana el "no", seguiré admirando a Francia sin dejar por eso de maldecirla. Pues en todas partes cuecen habas y cuando Chirac se empecina en distinguir una Europa "humanista" de una Europa "anglosajona", uno ha de tener presente eso, que en todas partes cueces habas; a más de recordar que Lord Beveridge era británico. Así que si Dios no le perdona el abarrotado tópico al presidente de la República francesa, ahí nos las den todas. De imponerse el "no" habrán vencido el chovinismo y por ende la fuente de todo mal, la ignorancia.
"¿Qué se hizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron?" ¿Qué se hizo de la Europa de Voltaire? "Necesitaría tener el rey de Prusia por señor y al pueblo inglés como conciudadano", escribió aquel hombre. Los grandes intelectuales europeos de la época le secundaban y proclamaban la igualdad de derechos de todos los individuos de la especie humana, que era única y no existían razas superiores ni pueblos elegidos. Pero ahora resulta que por el sabor de un guiso la unidad europea puede embarrancar. Una disputa política en el más europeo de todos los países de Europa puede dar al traste con el magno proyecto. La idiotez en la lengua de Molière a uno le suena un poco más idiota.
La Constitución europea es obra, esencialmente, del eje franco-alemán, y si Francia dice no, este eje se quiebra por falta de sentido. Pero se olvida que el texto constitucional no es un punto de llegada, sino de partida. Son muchas las cuestiones en esbozo, estamos ante lo que no puede ser mucho más que un borrador, poco más que una declaración de intenciones, eso sí, suficiente y necesaria para tomarle el pulso a la nueva criatura. Si Francia se inhibe, Alemania se queda huérfana y la posibilidad de un aggiornamiento sine die, cuando la desgana es general, resulta dudosa. Bloqueado el proceso, se añadirían, entre otras, las desventuras del euro, que perdería credibilidad de la noche a la mañana.
Voces han dicho que la Constitución europea es cualquier cosa menos social. El infundio ha calado más de lo profetizable en Francia, tan celosa de su modelo de bienestar. Allí y en otras partes se ha dicho que el "sí" al tratado es abrirle la puerta de par en par al ultraliberalismo, cuando el sentido común dice todo lo contrario. Pues sólo una gran potencia económica puede hacer valer una determinada legislación y hacer frente al flujo desmadrado de capitales. Así por ejemplo, entre Francia y Alemania han eliminado las aristas más punzantes de la "Directiva Bolkestein". Y dice el ministro del Interior Villepin: "La Constitución europea reconoce todos los progresos de las últimas décadas, todos los logros sociales que hemos recogido en nuestra ley nacional...". Cita algunos: derecho de negociación y acción colectivas, protección contra el despido improcedente, defensa de las condiciones de trabajo justas y equitativas, de la seguridad social y de los servicios públicos.
Lo que ocurre, me digo, es que los panfletarios del "no" en razón de que el tratado deja al albur las conquistas sociales, hubieran querido ver un texto en el que cada uno de los puntos estuviera tan detalladamente especificado que se necesitarían volúmenes para hacerlo así, cuando lo que hay escrito ya es un mamotreto. Eso sería, además, impracticable, pues sin perder su espíritu, cada punto tendrá que adaptarse a la singularidad de las partes. Cuestión que no dejará de tropezar con obstáculos en el caso de que finalmente, el texto constitucional, o sea, el punto de partida, llegue a puerto.
En mi opinión, se ha actuado con prisas desde el principio. Es como aquí, con los estatutos. Había muchas ganas y en gran parte justas. Se creyó que la República brindaba la ocasión, se lanzaron al vacío y retrocedimos más de un siglo. La oportunidad para poner las cosas en su sitio se tiene ahora, pero ahora quiere decir dos o tres legislaturas, no un solo año. Un Estado federal no implica una Administración única; decir burradas que ofenden los sentimientos del pueblo sería una estupidez en la segunda legislatura, pero en el primer año de la primera, suena a quintacolumnismo. Por su parte, la UE debió haber consolidado su núcleo inicial para luego preparar el camino a dos o tres candidatos más; y no reabrir la puerta hasta la completa integración de los mismos. No sé la razón convincente de tanto apremio, pero no hay necesidad más poderosa que la primacía de la "homogeneización", de conocernos y armonizarnos en las esferas importantes y en las menos importantes, como la promoción intensa de intercambios culturales. Hemos llegado a ser 25 cuando no hay todavía un solo periódico que pueda llamarse europeo. No se ha tenido en cuenta demasiado, por decirlo suavemente, el paso del cambio social. Por mi parte, sigo convencido de que las diferencias entre los distintos países europeos son fundamentalmente anecdóticas, pero eso no significa actuar como si lo anecdótico fuera fácilmente digerible. Pues no lo es; y sobre todo habida cuenta de que existen nacionalismos exacerbados que harán de una minucia una montaña con tal de no "diluirse", cuando no por intereses bastardos.
Europa, Europa. ¿Cómo no temer perderla? ¿Cómo no quererla unida y en "paz perpetua", según la tan repetida expresión de Kant? Todo europeo lleva en su interior, sabiéndolo mucho, poco o nada, la huella de aquéllos que se preguntaron filosóficamente, por primera vez en la historia, qué es el ser. No nos fastidie ahora Francia, patria de los Derechos Humanos.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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