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Columna
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Benedicto

Los excesos informativos, que aturden más que informan, me han impedido enterarme de si el cardenal Ratzinger, al acceder al solio pontificio, ha dado alguna razón para elegir el nombre de Benedicto XVI. Rebuscando en los libros, veo que de sus 15 antecesores, los 5 primeros se pierden en la noche de los tiempos, y los 4 siguientes fueron simples peones del emperador en los años revueltos del cisma entre la Iglesia ortodoxa y la romana. El noveno de la serie fue elegido mediante soborno y depuesto, literalmente, en un santiamén. A éste le siguen dos antipapas, es decir, dos disidentes que se arrogaron el título sin derecho y fueron borrados de un plumazo de la historia del pontificado. Benedicto XI pasó sin pena ni gloria, al igual que su sucesor en el nombre. Benedicto XIII, al que no hay que confundir con otro Benedicto XIII, contemporáneo suyo, que regía los destinos de la cristiandad desde Aviñón, era un místico: delegó los asuntos mundanos en funcionarios corruptos. El que hace 14 fue un hombre de la Ilustración, tan respetado dentro y fuera de la cristiandad, que el propio Voltaire le dedicó una de sus obras.

Y así llegamos a Benedicto XV, apodado en círculos eclesiásticos Picoletto, cuyo papado vino marcado por la I Guerra Mundial. Hombre sensible, condenó sin ambages la carnicería, pero no a quienes la cometían o la promovían desde sus despachos. Cuando la victoria ya sonreía a los aliados, presentó un plan de paz que, por tardío, le valió ser tachado de germanófilo. Si lo fue, lo fue en el buen sentido: por ayudar a los refugiados y desplazados dejó vacías las arcas del Vaticano. En el río revuelto del armisticio trató en vano de repescar para el papado la ciudad de Roma. Más tarde se reconcilió con Francia y en prueba de buena voluntad canonizó a Juana de Arco, hasta entonces tenida por una joven audaz, piadosa y perturbada.

Sólo el tiempo dirá de qué forma nuestro Benedicto vendrá a sumarse a este extraño lote de hijos de sus tiempos respectivos, unidos solamente por un nombre que es un ruego y un deseo y que, según me dice un amigo, los emparienta con el presidente egipcio Hosni Mubarak: aquél a quien el cielo concede la baraka, es decir, la bendición y el soplo de la vida.

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