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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Han llegado las cosas a un punto

Me gustó mucho conocer a Ishida. Es un cocinero japonés cuyo nombre hace años que se dicen unos a otros en voz baja. Ishida tiene una casa en Ginzo, uno de los barrios elegantes de Tokio. La casa lleva el nombre de Mibu y sirve comidas, y quizá por esto le dan, convencionalmente, el nombre de restaurante. Pero allí imperan unas cuantas condiciones. Abren 15 días al mes y los otros 15 los dedican al descanso y a la preparación de los platos. Se sirven ocho cubiertos por sesión. Normalmente comidas y cenas, y en según qué épocas, desayunos: o sea que, como máximo, pueden comer 24 personas al día. El trabajo se lo reparten entre seis, contando a Ishida. Sin máquinas, sólo cuchillos. La esposa, Tomiko, es la única que puede servir los platos. Las comidas duran, exactamente una hora y tres cuartos, y pasado ese tiempo los clientes deben marchar.

El cocinero japonés Ishida, que sirve comidas en Mibu, afirma que Dios le puso ahí. Un acto de sencillez y de puro sentido común

Conocí a Ishida porque vino a presentar la nueva temporada de Miguel Sánchez Romera, el gran cocinero de L'Esguard. Con él vino, aparte de Tomiko, su principal ayudante en la cocina, la señora Yurie Fukuda. Ishida habló largo rato en la agradabilísima biblioteca del restaurante. Creo que los cocineros españoles, y en general los europeos, tienen que aprender mucho de Ishida. Esta es la respuesta que da cuando le interrogan sobre los fundamentos de su cocina.

-Dios.

Está muy bien. De hecho es magnífico. Ishida habla de su cocina en términos muy parcos. Insiste en que Dios le puso ahí y se limita a cumplir con su obligación. Una humilde metafísica. Han llegado las cosas a un punto en que hablar de Dios en la cocina es un acto de sencillez y de puro sentido común. Es verdad que Ishida fue monje budista. Pero la renuncia a hablar de su cocina en términos que no sean los puramente artesanales (o sea, divinos) parece ser algo más que una lógica lección de su pasado.

Y podría hablar, desde luego. Ishida es un hombre que fue una tarde al campo. Se sentó al borde de un lago y estaba tan bien que se le echó la noche encima. Cuando se puso en pie para volver a casa vio una infinidad de luciérnagas salteadas en la noche. Poco después, y durante algún tiempo, sus cenas en el restaurante acababan con las luces apagadas y los animalitos danzando en el salón. El muy austero salón del Mibu: cinco metros por tres y con la excepción de una imagen colgada en la pared, que va cambiándose según el spleen del día, ningún adorno: mesas bajas, madera y fieltro. Podría hablar, claro que podría hablar. La primera vez que Sánchez Romera fue a comer al Mibu le sirvió un plato de agua de arroz escarchada por el frío del alba. Ishida sabía que su cliente era cocinero y neurólogo y le pareció que era oportuno poner en la mesa la fragilidad de la vida. Eso es de Romera, por supuesto, porque Ishida sólo habló de una escarcha. Siguieron muchos otros platos. Excitan el verbalismo. Un dado de sandía con cristales del sal. Tentáculos de pulpo en un fondo de flor de loto y leche de coco y mil especias. Un extraño animal, mitad anguila mitad cohombro, tallado muy fino, crudo y crujiente, sobre láminas de nabo: y miso y sésamo. Una de esas berenjenas redondas, propias del Japón, tratada como una marmita con mil verduras.

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¡Vaya si podría hablar! Del restaurante de Ishida forman parte 360 personas. Han ido los abuelos, los padres y ya van los hijos. Sólo esas personas, o personas que vengan acompañadas por alguna de esas personas, pueden acceder al restaurante: no más de una vez al mes. ¿Si podría hablar...? Una comida en el Mibu cuesta hoy algo más de 1.000 euros por persona. Es cierto que Ishida trabaja exclusivamente con materias primas japonesas, y que pueden ser tan caras como ese toro (la ventresca del atún) que llega a los 3.000 euros el kilo. Pero aun contando con el importe de las materias primas el precio del Mibu está fuera de cualquier proporción acostumbrada. ¿Qué haría aquí un cocinero con esas jerarquías y esos precios? ¿Con cuántas letras y cuánta murga inflacionista se expresaría? ¿No es cierto que aún saldría más caro? Ishida habla sobre el comensal. Otra vez me sorprende su sequedad poética. Como si la hubiera dejado toda en el plato.

-Basta que el comensal cuando vuelva note que hemos avanzado un centímetro.

Y marca la medida en la mesa con sus dedos gruesos.

Ha hecho muy bien Sánchez Romera en traer a Ishida. No sé si en la cocina tiene que aprender de él. Sánchez Romera es un cocinero enfermo de genialidad, de los grandes, y su restaurante (crecido con uñas y dientes, con drama y pasión), uno de esos lugares donde uno experimenta la molesta sensación de lo inmerecido. Su único problema son las teorías. Mucho más cuando sus teorías tienen un aire contrariadamente subordinado. Sánchez Romera dice que su cocina es construccionista por oposición al deconstruccionismo (ya deconstruido, por cierto) de Adrià. Sánchez Romera insiste (demasiado) en que no trabaja sobre la forma, sólo porque Adrià ha pervertido la obligada correspondencia entre una textura y un sabor. Menos mal que se ha traído a Ishida. Laconismo. Y en lo alto Dios. Esta manera de acabar las cosas que tiene el japonés. Tras la sublime comida que ha servido Sánchez Romera, las señoras Tamiko y Fukuda han preparado el té con agua de Tokio. El poso flota en la taza cuando Ishida manda que se levante un imponente hombrón que le acompaña. De pie, junto a la ventana, el hombrón le canta a la primavera. Y es que hemos comido, y no hay más.

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