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Entidad saharaui, identidades y nación

Bernabé López García

Reducir el conflicto del Sáhara Occidental a una cuestión de identidades no reconocidas o a un choque de nacionalismos es, tal vez, una simplificación, pero sin duda puede ayudar a comprender la realidad.

La doctrina oficial marroquí se empecina en negar la existencia de la identidad saharaui, sin querer ver que 30 años de espera en los campamentos de Tinduf, en condiciones inhumanas de sacrificio, alimentando la idea de un retorno en libertad a su tierra, son más que suficientes para demostrar que hay una voluntad firme de construir una entidad donde sentirse dueño de sí. Hoy, 30 años después del inicio del conflicto, esa idea identitaria no sólo no ha muerto en los saharauis del exterior, sino que está más viva que nunca en los saharauis del interior. Lo demuestran estas últimas semanas manifestaciones de diversa envergadura en los territorios del Sáhara, en El Aaiún o Esmara, pero también entre la juventud saharaui que estudia o trabaja en Rabat, Marraquech o Agadir. Desde hace unos meses se ha abierto en Marruecos un espacio televisivo propio para los saharauis que les habla en hasaniya, que difunde su música y su folclore y que pretende acercarles a la que se tiene por "madre patria". Ha sido una respuesta tardía -y sin duda insuficiente- a este sentimiento identitario.

En un momento crucial de la historia marroquí, en el que se hace un balance de memoria, en el que se enjuician los años de plomo bajo Hassan II, como valientemente la IER (la Instancia de Equidad y Reconciliación) está llevando a cabo, es necesario evaluar también la política sahariana, sus errores por una gestión exclusivamente securitaria que no ha sabido ganar el afecto de las poblaciones que viven al sur de Tan Tan y Tarfaya. Precisamente en el Sáhara ha sido donde la IER ha cosechado más dificultades, porque los represaliados del territorio han puesto condiciones para participar en la encuesta que van más allá de los límites marcados por la IER, incluyendo el enjuiciamiento de los responsables de las violaciones de los derechos.

Los nacionalismos, cuando arraigan en los pueblos, no importa que sean jóvenes como el saharaui. El sentimiento difuso de pertenecer a ese gran desierto que es el Sáhara, tan afirmado entre las tribus bidan, no se convirtió en nacionalismo político hasta 1969-1970, en que una generación de jóvenes saharauis rechazaron las componendas que la vieja generación de jeques tribales estaba dispuesta a hacer con las autoridades coloniales tras la retrocesión por España de Ifni a Marruecos, y ante los rumores de todo tipo que corrían sobre el futuro del Sáhara. Novedoso, en una sociedad tan "geriarquizada" como la saharaui, esa ruptura generacional que prendió bien entre la juventud del territorio, así como entre la que vivía en Marruecos desde la guerra de Ifni en 1957, en convivencia con la izquierda marroquí. Me lo recordaba hace unas semanas uno de los fundadores del Polisario, Salem Lebsir, sobrino del protomártir Mohamed Bassiri, en el campamento de "Dajla", del que es gobernador, cerca de la frontera mauritana al sur de Tinduf.

Este sentimiento de identidad no hará sino desarrollarse cuanto más se le niegue desde ese otro sentimiento nacional, el marroquí, convencido de la existencia de lazos estrechos entre saharauis y marroquíes. No seremos los que compartimos la diversidad de la península Ibérica los que neguemos la legitimidad de ambos sentimientos. Pero ¿son necesariamente excluyentes? Lo cierto es que lo han sido porque los diferentes intereses en juego eran inconciliables: los de una dictadura franquista que buscaba prolongar su dominio colonial bajo la fórmula de una falsa autonomía; los de una monarquía autoritaria deslegitimada en el interior de su país y que no logró concertar una solución con sus vecinos argelino y mauritano; los de una oposición nacionalista marroquí que venía defendiendo desde décadas la marroquinidad del territorio y que había librado una guerra, en colaboración con elementos saharauis, para la recuperación del territorio en 1957, fruto de la cual España retrocedió la franja de Tarfaya; los de la vieja generación de jeques dispuestos a probar todas las fórmulas que les permitieran conservar sus privilegios; y, por último, los de esa joven generación de nacionalistas saharauis en ruptura con el oportunismo de sus viejos y que desconfiaban de lo que habían percibido como expansionismo marroquí gracias, en parte, al mensaje recibido de los españoles.

No todo en el nacionalismo marroquí en su aspiración a recuperar el Sáhara fue chovinista, como denunciaba la extrema izquierda en publicaciones como Souffles o Anfás, en el Marruecos de principios de los setenta. ¿Por qué, si no, el Istiqlal, conservador nacionalista, convergía con los socialistas de la UNFP y la USFP y con los comunistas de Alí Yata? ¿Por qué el libro de este último, que reivindicaba un Sáhara marroquí, fue prohibido en 1972 y no sería permitida su venta hasta vísperas de la Marcha Verde? No todo era puro "imperialismo chovinista" en ese sentimiento originario nacionalista marroquí, convencido de que los saharauis recibirían con los brazos abiertos a una Marcha Verde en la que participaron con entusiasmo élites y pueblo y que no fue -lo digo como testigo desde Fez del impacto interior de aquel evento- tan caricaturesco como nos lo han pintado nuestros medios desde entonces.

Faltó, sin duda, conocimiento y reconocimiento de las realidades y los sentimientos en juego y, desde luego, respeto por la opinión de los principales interesados, los saharauis, ignorados en aquella ceremonia de la precipitación que fue el Pacto Tripartito de Madrid.

Ese sentimiento casi unánime de la sociedad marroquí -no olvidemos a quienes padecieron lustros de cárcel por no compartirlo- acerca de la marroquinidad del Sáhara, ha durado mucho tiempo, primero, porque nunca nadie le contó otras caras de la verdad, y segundo, por el miedo a una represión que llegó a la amenaza de Hassan II de arrasar la casa de quien contemporizara con el Polisario. Pero hoy, pese a ser todavía fuerte, ha comenzado a diluirse. Si hace cuatro años el ministro de Comunicación aseguraba que en la cuestión del Sáhara sólo el monarca estaba autorizado a debatir y que cualquier opinión "fuera del consenso nacional estaba prohibida", hoy la prensa marroquí ha roto esos esquemas. Saharauis como Alí Sa

lem Uld Tamek afirman en dicha prensa que se sienten saharauis y no marroquíes; periódicos independientes critican la gestión represiva de la cuestión saharaui y la violación de los derechos humanos en el territorio, en contradicción con la apertura política en Marruecos; Le Journal Hebdomadaire ha llegado a publicar una foto a toda página de Mohamed Abdelaziz como uno de los personajes más influyentes en Marruecos; un diario casablanqués publicó una entrevista con él, impensable tan sólo hace unos meses; se empieza a cuestionar ya un punto central de la doctrina oficial marroquí construida sobre la retención forzada de los refugiados, como hizo en una entrevista a un semanario el periodista Alí Lmrabet.

Por todo ello se ha pasado a la contraofensiva desde las instancias oficiales con una campaña de movilización popular que incluía una manifestación en Rabat pidiendo el retorno de los "retenidos", el proyecto de envío de un millón de cartas al secretario general de Naciones Unidas en este sentido y una operación de intoxicación a través de la agencia MAP sobre supuestos tráficos de órganos y drogas en los campamentos. En este marco hay que situar la lamentable inhabilitación por diez años a Lmrabet a ejercer como periodista. No es por este camino como puede encontrarse una solución, sino por el del conocimiento y reconocimiento.

Parece que en un reciente encuentro entre el presidente Buteflika y Taieb Fassi-Fihri, ministro delegado de Asuntos Exteriores marroquí, aquél habría propuesto como vía de solución el reconocimiento por Marruecos de una entidad saharaui, sin precisar las fórmulas de soberanía que aquélla pudiera adoptar tras un necesario diálogo entre las partes. Pero la obsesión antiargelina de las autoridades marroquíes, convencidas de que la solución de la cuestión está en Argel y no en Tinduf, les habría llevado a oponerse, no viendo en la propuesta otra cosa que una nueva maniobra antimarroquí. Tampoco parece que se quiera mirar más allá, entreabriendo puertas que permitan una salida. La ley de partidos, que votará pronto el Parlamento marroquí, prohibirá los partidos regionales, cerrando las puertas a una hipotética reconversión política del Polisario, que, por difícil que parezca, sería una de las escasas salidas en línea con la solución sin vencedores ni vencidos que preconiza la ONU desde hace unos años, llámesela Plan Baker, tercera vía o salida autonómica.

Los marroquíes no quieren ceder en su soberanía sobre el Sáhara. Se comprende. Pero los saharauis exigen con toda lógica un reconocimiento de que los 30 años fuera del territorio no han sido en vano. ¿Puede Marruecos ofrecerles algo satisfactorio que implique el retorno a su tierra, el reconocimiento de capacidad "sustancial" de control sobre sus asuntos, libertad de expresión para su movimiento de liberación, convertido en fuerza política normalizada en un marco institucional nuevo de integración en un Marruecos descentralizado y democrático? Naturalmente, parece mucho pedir para el Marruecos de hoy. Supone el desmontaje de un sistema con raíces centenarias reconstruido tras la colonización hace 50 años. Pero hay voces de peso que sugieren algo parecido. Es Abdallah Laroui, el historiador marroquí por excelencia, quien en su libro Le Maroc et Hassan II reclama la necesidad de revisar "la actual concepción de la unidad nacional". Se refiere a la forma del Estado, a una nueva articulación que reconozca su pluralidad y diversidad. Defiende "parlamentos locales instalados en las principales capitales regionales (con) jefes de los ejecutivos locales responsables ante dichos parlamentos". En este diseño cabría un lugar para un Sáhara con autonomía plena. No lo dice expresamente, pero dice algo más rotundo: "El problema (es) desmontar el mecanismo que permite al régimen -cherifiano, como se dice- perseverar en su ser desde tantas generaciones", un régimen, un "sistema tradicional", que ya se mostraba inadecuado, según él, en 1910, que lo siguió siendo en los noventa y que perdura aún hoy, bloqueando todo progreso.

Marruecos es hoy un país de opinión pública y ésta cuenta ya en la vida política. Ciertos intelectuales comienzan a pronunciarse sobre el Sáhara, desmarcándose, aunque tímidamente todavía, de la rígida posición oficial. Abdelali Benamour, fundador de Alternatives, asociación con mucha influencia en la sociedad civil, propone en un reciente libro una amplia autonomía para el Sáhara en el marco de una soberanía marroquí en un "Magreb de las regiones". Khalid Jamaï, antiguo redactor jefe del diario istiqlaliano L'Opinion, cuestionaba hace unas semanas la manifestación de Rabat, a la que se ha hecho referencia más arriba, denunciando un estilo que recordaba las campañas orquestadas desde Interior hace unos años y cuya capacidad de convocatoria quedó muy por debajo de las facilidades oficiales recibidas, como la rebaja del 50% en los ferrocarriles para los asistentes o una amplia campaña mediática. El mismo Laroui considera al Sáhara, sin desdecirse de su visión patriótica, como un doloroso asunto que ha trabado el progreso de Marruecos, como el elemento que sirvió de pretexto para no democratizar el país.

El esfuerzo que España quiere desplegar en el Magreb para lograr una solución a la cuestión del Sáhara debe dirigirse sobre todo a Marruecos para que siga el camino que le indican estos intelectuales y no cierre puertas que abran caminos para la resolución de un problema como éste. España tiene argumentos para mostrar a nuestros vecinos que descentralizar un país es contribuir a su enriquecimiento y no abrir la caja de los truenos. Es una tarea no sólo de la diplomacia, sino de los partidos y entidades de la sociedad civil -entre ellos, el Comité Averroes- que mantienen un diálogo con sus homólogos marroquíes.

Bernabé López García es catedrático de Historia del Islam Contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Comité Averroes hispano-marroquí.

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