Matrimonio homosexual: hay derecho
A nadie puede sorprender que la decisión de dar tratamiento de matrimonio a las uniones de personas del mismo sexo resulte polémica. Era de esperar, pues, aunque lo inmediatamente planteado sea una cuestión jurídica, el referente externo está cargado de implicaciones que no lo son. No en vano ha sido siempre materia de interés confesional, objeto de verdadera ocupación eclesiástica. Tanto, que en países como España la Iglesia ha impuesto sus reglas a creyentes y no creyentes, sirviéndose para ello de la longa manu de un poder, bien poco civil, por cierto.
Esta dimensión del asunto se hace patente en el tenor de reacciones como las de procedencia episcopal. Y, de forma paradigmática, en el voluntarioso informe (de la mayoría) del Consejo General del Poder Judicial.
De las primeras, sorprende la denuncia de un prelado, en el sentido de que esa opción legislativa podría incidir de forma perjudicial en "la legitimidad del Estado de derecho". Cuando, precisamente, éste es un modelo estatal fundado en la neta separación de derecho y moral. Condición de posibilidad del clima de respeto a la autonomía de las conciencias, de concurrencia imprescindible para una convivencia de calidad entre quienes, diferentes en sus adscripciones religiosas, políticas y de otra índole, están dispuestos a reconocerse y respetarse como personas. Además, es bien sabido, el acceso a este clima sólo fue posible merced a un largo y difícil proceso de secularización. Al que no hace falta decir quién opuso la más encarnizada resistencia.
Pero lo cierto es que el Estado de derecho se nutre cultural y políticamente de esa básica diferenciación de planos; y desplaza al ámbito de lo individual y de lo privado convicciones como las religiosas. Sumamente respetables en cuanto tales, si bien sólo hasta el momento en que alguien trate de imponerlas, contra las reglas que rigen la convivencia en la sociedad pluralista.
Tal clase de inaceptable planteamiento de fondo es el que destila el informe del Consejo General del Poder Judicial. Lo que subyace a su línea argumental. Ésta parte de la afirmación de que el matrimonio "es heterosexual o no es", porque la heterosexualidad -dice- es un rasgo identificador objetivo, de progenie "biológica, física o anatómica", aquí determinante de la "diversidad y complementariedad de sexos". Cuando, en cambio, la homosexualidad radica en la "tendencia sexual", subjetiva por definición, y que estimula la formación de parejas "estériles, incapaces de reproducirse", y, según datos estadísticos, de breve duración.
Para demostrar la verdad de estas afirmaciones, se recurre en el texto a la doctrina civilista de los siglos XIX y XX, que, de manera unívoca, piensa en una relación matrimonial universalmente integrada por un hombre y una mujer. Y se acude, como argumento de autoridad (nunca mejor dicho), al Carl Schmitt de las "garantías de instituto" y las "garantías institucionales". Naturalmente, en fin, comparece el gastado recurso a la "naturaleza de las cosas": el más tópico lugar conceptual de peregrinación de los buscadores de inmutabilidades. Al que viaja el Consejo, tratando de derivar deberes normativos de la naturaleza de la institución matrimonial. Tentativa por demás falaz, como Garzón Valdés hizo ver en un texto que, a pesar de los años, no ha perdido vigencia.
Es una falacia, con prolongación en el tautológico intento de dotar de intemporalidad al convencional modo de ser de aquélla. Ahora, mediante el recurso a la dogmática jurídica, que, obviamente, tiene en la legalidad su punto de partida. Porque las definiciones de matrimonio de ese carácter sólo adquieren sentido en el contexto normativo de referencia.
Es lástima que el Consejo no haya llevado su curiosidad hasta confrontar lo que dicen esos juristas con las aportaciones de autores como, por ejemplo, Durkheim, Mauss, o Bloch, el Lévi-Strauss de Les structures élémentaires de la parenté, o Evans-Pritchard. Así, ha perdido la ocasión de comprobar lo mucho que, en el sobresaltado devenir jurídico de la institución que nos ocupa, hay de matriz económica y socio-cultural. Según lo acredita una interacción -tan interesante como interesada y nada naïf- de la misma con otras como la propiedad privada y el Estado. Y el dato elocuente de que reglas como el tabú del incesto y la exogamia se hayan orientado a la procura de beneficios en el intercambio social y no a proteger al matrimonio consanguíneo de una amenaza biológica. Un curso histórico, pues, que no da para mucha idealización.
Con todo, se dirá, el matrimonio entre personas del mismo sexo no ha jugado el menor papel en el desarrollo de tales vicisitudes. Pero esto es algo debido a circunstancias tan poco naturales como el tratamiento de pecado nefando de la homosexualidad; sin más espacio social reconocido a los portadores de tal estigma que el de la mazmorra o la hoguera, en este mundo. Y el infierno, en el de lo simbólico.
Carezco de autoridad para impartir patentes de naturalidad, y menos de la buena. Pero si lo de natural se toma en la acepción usual del diccionario, difícilmente podrá decirse que la homosexualidad es menos natural que la heterosexualidad. Puesto que constituye un modo de ser de la sexualidad que no se elige. Y al que se llega por caminos personalísimos de similar trazado y perfil del que conduce a los heterosexuales a experimentar la atracción de los sujetos del sexo opuesto. Por tanto, a través de una compleja dinámica, en la que factores orgánicos, de orden psíquico y culturales se reparten el protagonismo, seguramente de forma bastante aleatoria.
Al fin, siempre seguirá siendo cierto que las uniones que tanto perturban carecen de aptitud reproductiva. Pero la ausencia de esta función tampoco es algo ajeno a las heterosexuales. Por causas, entre otras, como la edad o la decisión libre de los interesados; y, cada vez con más frecuencia, por la no tan libre de la imposición -¡ay!- del mercado de trabajo; que, aun estando ya tan alejado de la naturaleza, cuenta bastante en este asunto.
Así, resulta que los homosexuales en pareja tienen aptitud para compartir afectos, elaborar y llevar adelante proyectos de vida en común, y constituir, por ejemplo, una sociedad de gananciales. Y no se reproducen. Lo que, como se ha visto, eventualmente, acontece de modo permanente en bastantes parejas heterosexuales; y sucede, de modo regular, en todas durante muchos años de su existencia como tales.
No debe ignorarse que en este contexto hay un asunto que causa razonable preocupación. Es el de la adopción por parejas homosexuales, por las consecuencias que pudiera producir en la formación de la identidad sexual del niño. Es un tema justamente controvertido, con su particular debate. Y cuyo tratamiento legal específico, el que sea, no tiene por qué interferir necesariamente en el del acceso de aquéllas al matrimonio. Por ello, y por razón de espacio, queda al margen de estas líneas.
Al reflexionar sobre el matrimonio homosexual con alguna perspectiva, es difícil no recordar lo sucedido hace algunos años con el divorcio. Parecidos argumentos, en las mismas voces tonantes, con idénticas inflexiones apocalípticas. Y ahí está el denostado instituto formando parte de nuestra normalidad jurídica y dando una salida humana a tantas inviables situaciones de pareja. Y, obviamente, sin consecuencias para las que de éstas tienen vocación de estabilidad. Y lo mismo cabría decir, en otro terreno, de la relativa despenalización del aborto, que ha sobrevivido incluso a la amplia reforma penal de la mayoría popular, que en su momento se opuso a ella con verdadero fervor militante.
Es claro, pues, que la incorporación del matrimonio entre homosexuales a la legalidad vigente no va a producir ningún efecto pernicioso para los contraídos o que pudieran contraerse por sujetos heterosexuales. Entonces, ¿para quién el problema? La respuesta la da Carl Schmitt, oportunamente llamado en causa: el problema es para la institución. Es decir, para la institución como institución. O sea, como forma jurídica que traduce un momento de relaciones sociales, que algunos quieren congelar como dogma. Se dice que dogma jurídico, aunque resulta bien claro que no sólo. Y tal es todo y lo único en juego en este asunto; cuando lo cierto es que la normalización del matrimonio entre homosexuales no comporta daño alguno para los sujetos que no lo son, casados o que opten por casarse, ni en su estabilidad ni en sus expectativas.
Y si hasta aquí no hay víctimas de carne y hueso, ¿será la Constitución la verdadera víctima? Es claro que su art. 32,2 se escribió pensando en las parejas heterosexuales. Bastantes problemas tenía el constituyente de 1978 como para plantearse cuestiones que la sensatísima sociedad civil del momento no había incluido en su agenda. Pero, aun siendo clara esa voluntad, también lo es que alumbró un enunciado normativo en el que la fórmula: "El hombre y la mujer tienen derecho a...", leído en obligada relación con el art. 14, debe decir: tanto el hombre como la mujer, iguales en derechos, pueden libremente contraer matrimonio con cualquier hombre o mujer que, con la misma igualdad jurídica y la misma libertad, decida implicarse en esa relación. Y es que no hay duda, "el hombre" y "la mujer" son todos los hombres y todas las mujeres. Y la igualdad jurídica a que tienen derecho debe regir no sólo en lo relativo al qué y al cuándo, sino también en lo que se refiere al con quién. Un con quién representado por todos los sujetos con igual derecho a unirse en matrimonio.
Pudo no haberlo querido directamente el legislador, pero, desde luego, no lo excluyó. Y esa opción interpretativa, cargada de humanidad y de buen sentido, está objetivamente inscrita en la voluntad de la ley. En la que tiene perfecta cabida sin el menor forzamiento.
No es inusual que en el discurso de oposición a esta reforma se reclame respeto para el vigente orden jurídico, y, en concreto, para el statu quo de legalidad ordinaria de la relación matrimonial. Pero mantenerla como un fetiche, como una suerte de ídolo cuya identidad ensimismada debe prevalecer a costa del sacrificio de personas concretas, es algo que nada tiene que ver con el respeto. Tratándose de normas de derecho, respetarlas es hacerlas vivir, esto es, servir para dar respuestas válidas a necesidades humanas actuales que tengan cabida en sus previsiones, entendidas de forma intelectualmente honesta. Y no otra cosa.
Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.
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