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Columna
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Pegar

Madrid no era esta ciudad. No era un lugar en el que se pegara a la gente con la que no se está de acuerdo y donde las banderas fuesen armas: estoques o bates de béisbol a los que se ata un trapo de colores. El Madrid que habla de plantar bosques del tamaño del Retiro y de celebrar unas olimpiadas no era ese sitio en el que un día sale a la calle el ministro de Defensa, para participar junto a miles de ciudadanos en una manifestación contra el terrorismo, y unos energúmenos lo insultan, lo zarandean, lo agreden a puñetazos e intentan darle en la cabeza, cómo no, con los mástiles de sus banderas. No era éste sitio en el que una banda de delincuentes entra en la librería Crisol a pegar a Santiago Carrillo, intenta obligar a una periodista a que se coma los panfletos de su secta y golpean en la frente al historiador Santos Juliá, otra vez, cómo no, con el palo de una de esas banderas suyas, que, obviamente, son todo un síntoma: para ellos, un país es un rancho en el que unos cuantos matones con porras atemorizan y gobiernan a todos los demás. Qué bien se entiende que esos mismos que sin duda sienten, como decía el poeta mexicano Xavier Villaurrutia, una aguda nostalgia de la muerte, le vayan a cantar el Cara al Sol a los pedestales donde, para nuestra vergüenza, estuvo hasta hace muy poco el asesino en jefe. Y qué bien los describe el propio Villaurrutia en su poema Nocturno de la estatua, desde 1938: "Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera / y el grito de la estatua desdoblando la esquina. / Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito, / querer tocar el grito y sólo hallar el eco, / querer asir el eco y encontrar sólo el muro / y correr hacia el muro y tocar un espejo". Eso es: gracias a casi todos nosotros no queda nada de aquella gran herida que cruzaba el país de norte a sur, y quienes la extrañan son sólo sus cicatrices, son las cuatro gotas de sangre seca que aún no ha limpiado el detergente de la democracia. Ya las limpiará.

El problema no es que los perros rabiosos muerdan, sino que exista quien los reúne y los azuza, tal vez de forma intencionada o quizá porque no comprende el precio de algunas afirmaciones, el filo que suelen tener las palabras agresivas o los silencios cómplices que justifican el puñetazo o el insulto, un arte en el que es maestro aquel antiguo ministro del Interior que quiso hacer el milagro de transformar terroristas de Al-Qaeda en etarras, pero se le vio el truco y lo echaron del circo. ¿Se han fijado en que cada una de sus comparecencias públicas consisten, básicamente, en eso, en repetir siete u ocho descalificaciones que son como los siete u ocho romanos que en las películas baratas entraban por un extremo del decorado y salían por el otro para hacer ver que eran miles? 'Irresponsables, mentirosos, antipatriotas, indecentes, miserables...'. Yo creo que, tal vez, y aprovechando que algunos de sus insultos riman, un modo de calmarlo sería ponerle música a su dircurso y mandarle a Eurovisión: quién sabe, igual gana y se tranquiliza.

¿Por qué ha reaparecido en Madrid, precisamente ahora, el grupo terrorista de la Falange? Y, entre paréntesis, recomiendo a quienes duden de la oportunidad de calificar de esa forma a ese supuesto partido político que lean las obras de uno de sus fundadores, Onésimo Redondo, con sus continuas llamadas a la violencia y la insurrección contra los poderes democráticos, y que sepa que sus actividades más destacadas en los años treinta fueron reunir un arsenal de pistolas y fusiles, entrenar pistoleros en una nave que había alquilado en Valladolid, a orillas del río Pisuerga, y cometer atentados como abrir fuego contra las concentraciones de sus enemigos, montar peleas en la Universidad y poner bombas en las comisarías. Ya, pero en cualquier caso, todo eso es el pasado y por consiguiente, la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué ahora vuelven a asomar sus cuchillos esas personas y, tras arrasar una librería y agredir a varias personas, se manifiestan por el centro de Madrid?

Ésa es la pregunta que hay que solucionar. Y ver si las banderas con las que hieren han sido afiladas por un político de la oposición que insulta más que habla, o por un ex presidente que sólo parece creer en la democracia cuando gana unas elecciones, o por un jefe de los obispos que amenaza al Gobierno al decir que si cuestionan la enseñanza de la religión "se atengan a las consecuencias". El problema no es dónde acaban los golpes, porque con esta gente suelta todos somos posibles dianas, sino de dónde salen.

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