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Tribuna:PORTUGAL Y ESPAÑA EN LA UNIÓN EUROPEA
Tribuna
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Una relación basada en la reciprocidad y la igualdad

Para Portugal, el tener unas relaciones sin complejos con nuestra vecina España es, como señaló el primer ministro, José Sócrates, en una entrevista concedida a EL PAÍS [el 10 de abril], una verdadera prioridad. Siempre lo he entendido así, desde que existe la democracia en ambos Estados ibéricos y, sobre todo, desde que somos socios en la Unión Europea, con intereses convergentes en Latinoamérica. Una Península con una relación íntima y fraterna entre sus dos Estados, basada en la reciprocidad de intereses, en la igualdad, en cierta proximidad entre culturas, propósitos e incluso lenguas, así como en mercado ibérico integrado, como empieza a ser, pero solidario y justo -por lo tanto, útil para ambas partes -, sólo puede reforzar nuestras respectivas posiciones y potencialidades en la UE, creando una Península sin fisuras ni resentimientos, cimentada en el bienestar de sus poblaciones, sin excesivas desigualdades.

Pertenezco a la época en la que Portugal vivía de espaldas a España -nuestro "enemigo histórico"- y en la que, en la escuela primaria, se mencionaba a Aljubarrota como el símbolo máximo de nuestra resistencia a Castilla, ilegítimamente confundida con España. Salazar, amigo de Franco por razones ideológicas y religiosas, pero que entonces y siempre desconfió de España, cometió el error irreparable de apoyar a fondo la "cruzada nacionalista" en la que se propagaba el centralismo imperialista de Madrid, ante todo contra la República española, que reconoció las nacionalidades y profundizó la democracia.

Durante el periodo de la II República española (1931- 1936), las relaciones con el Portugal de Salazar fueron pésimas. Salazar prácticamente ignoró al embajador de la República en Lisboa, el notable historiador Claudio Sánchez Albornoz, que nos legó esos dos interesantísimos volúmenes de España, un enigma histórico, y seguramente tampoco leyó nunca a otro clásico de esa época, Américo Castro, que escribió España en su historia, en la que se habla de esa "tierra de cristianos, moros y judíos...". Si los hubiese leído, es muy probable que hubiera comprendido que el interés de Portugal era tener a un vecino tolerante, democrático y abierto a las nacionalidades, y no una España dictatorial, ultracentralista y agresiva.

Durante gran parte de mi vida consciente ignoré la España oficial. Pero no la España de la Guerra Civil, que viví con pasión, ni la de la resistencia al franquismo, interior y exterior, con cuyos principales representantes estuve en contacto en España, en México y en París, al menos desde los años sesenta. Por lo tanto, siempre fui un admirador del genio de los pueblos de España que produjeron, a lo largo de los siglos, tantas manifestaciones sublimes en la literatura, las artes plásticas, la música, la ciencia, la política (aunque en menor escala) y la mística. Pero el reconocimiento de esa honda admiración nunca me provocó complejos. Por el contrario, reforzó mi orgullo de ser portugués: un Estado nacional que supo construir, durante más de nueve siglos, su fortísima identidad e independencia.

Hoy los tiempos han cambiado. La Revolución de los Claveles y, más tarde, la transición democrática y pacífica en España -dos experiencias políticas de excepcional originalidad y enormes consecuencias- han dado a ambos países ibéricos unas democracias sólidas, integradas desde 1986 en la UE, un proyecto decidido de paz, bienestar para las poblaciones y justicia social, construido en la igualdad y la solidaridad, compartido entre todos los Estados que la componen.

Salvo error por mi parte, recuerdo que, cuando era primer ministro, organizamos uno de los primeros viajes del rey Juan Carlos a Portugal y éste me telefoneó, preguntándome con su estilo directo y coloquial: "¿Crees que estaría bien visto si realizase una visita a Batalha en un acto simbólico para demostrar que Aljubarrota no dejó rencores en nosotros?". Le respondí de inmediato: "Viniendo de su parte, Majestad, nada nos podría suponer un mayor placer y honor". Y así se hizo, sin que se produjese el menor incidente y con manifestaciones de gran simpatía por parte de la población.

Es evidente que, en democracia, los cambios políticos no deben influir en las relaciones entre Estados. Porque la alternancia democrática es algo necesario. Curiosamente, en ambos Estados peninsulares hubo siempre, tras las transiciones, gobiernos conservadores en un lado y socialistas en el otro, o al revés. Con la excepción, que yo recuerde, del noveno Gobierno constitucional portugués, que presidí entre 1983 y 1985, cuando Felipe González era presidente del Gobierno de España. Pero ni siquiera entonces nuestras relaciones se alteraron, aunque, como es natural, hubiese una mayor fraternidad y el trato personal facilitase bastante las cosas.

Ha vuelto a darse esa coincidencia ahora con la victoria socialista -contundente para la oposición de derechas- de José Sócrates, prácticamente un año después de que se formase el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y del PSOE. Por ello, es muy significativo que Sócrates haya decidido realizar su primer viaje al extranjero a España y que, al preguntarle cuál era la prioridad de su política exterior, respondiese: "España, España y España". A lo que añadió: "Pero, naturalmente, unas buenas relaciones personales y de confianza mutua con José Luis Rodríguez Zapatero -como las actuales- facilitan mucho las cosas". Pero no olvidó subrayar que "el equilibrio comercial entre los dos países es fundamental para ambos". Porque en una economía abierta -como es la norma en la UE-, el proteccionismo, aunque sea oculto o negado, no está justificado y es incluso condenable. "Por lo tanto, Portugal", dijo, "tiene que hacer un enorme esfuerzo para incrementar la presencia de sus empresas en España". Rodríguez Zapatero, en su primer año de gobierno, ha logrado imponerse a la opinión pública española y mundial. La retirada inmediata de las tropas españolas de Irak fue un gesto que provocó el reconocimiento del mundo árabe y de todos aquellos que, en esa línea divisoria de aguas que fue la guerra contra Irak, estuvieron en el bando de la paz, del derecho internacional y del multilateralismo. Europa le dio un lugar entre los "grandes", al admitirle en una cumbre a cuatro, junto a Chirac, Schröder y Putin. Pero no sólo ha sido Europa. Cuando visitó Venezuela, el presidente Lula se sumó a Hugo Chávez para recibirlo como un compañero y un amigo. Fueron gestos significativos del prestigio del que hoy goza Zapatero. Así, no es de extrañar que Bush observe sus pasos con cierto recelo y que, hasta ahora, le haya cerrado las puertas de la Casa Blanca...

En el plano interior, Zapatero ha tratado de ser un hombre de diálogo y de tolerancia, contra el terrorismo y la violencia. ETA, así lo esperamos, va camino de renunciar al uso de las armas, dado que la política de apertura a los nacionalismos históricos que está siendo puesta en práctica por Zapatero despoja de toda razón al recurso a la violencia.

En materia social también ha dado pasos muy claros para reducir el desempleo y disminuir la pobreza. Lo mismo ocurre en las denominadas grandes cuestiones sociales, como la despenalización del aborto y el matrimonio entre homosexuales. La Iglesia española ha reaccionado, pero la elección del obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, como presidente de la Conferencia Episcopal ha calmado las tensiones y ha abierto la puerta a un diálogo más fructífero.

Zapatero pertenece a una familia republicana de izquierdas. Su abuelo, militar de carrera leal al Gobierno legítimo, fue fusilado por orden de Franco. El nieto, a pesar de ser tolerante, abierto, sumamente simpático y tener una sólida formación humanista, no puede olvidar la tragedia que fue la Guerra Civil y quiere que España sea una tierra de libertad, de progreso social y de justicia, donde las personas se entiendan hablando con sensatez, las unas con las otras, aunque partan de posiciones muy diferentes.

El acercamiento entre Zapatero y Sócrates es un buen augurio. El clima que hay que generar en la Península es que esta relación se convierta en un factor de paz, de buen entendimiento y de progreso. Las utopías no morirán. Lo importante es saber apoyarlas con realismo. Espero -y deseo- que la visita realizada por Sócrates a España represente un gran paso en esa dirección.

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