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Columna
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Tradición

La Feria de Sevilla tiene fama de ser una fiesta viva porque los trajes de flamenca cambian de forma de acuerdo con las modas. Y como la esencia económica de la moda es la novedad y como muchas mujeres no están por la labor de cambiar de traje de flamenca cada año, que después no hay sitio para guardarlos hasta que se pongan de nuevo de moda, pues en la Feria conviven modelos muy diferentes: con mangas largas y sin mangas; apretados desde la cintura hasta las rodillas o con un desahogo de nesgas que dan más respiro; con volantes al filo de la falda o desde las caderas; con cintas, encajes o piquillos; con lunares, flores, lisos o un color por dentro y otro por fuera; largos, a media pierna o minifalda, que también lo he visto. El resto de la Feria, con cualquier tipo de portada y en cualquier recinto, viene a ser siempre igual: pura tradición, que es lo contrario de la aventura. Encontrarse con lo conocido da seguridad, y, una vez respaldados con esa seguridad, puede uno aventurarse al juego lúdico sin grandes peligros: se puede beber, reírse, bailar, coquetear y aquí no va a pasar nada: la semana siguiente se volverá a la rutina y la vida seguirá siendo la misma de siempre. No sé cómo se lo toman ahora los jóvenes, pero en mis tiempos, esa semana era un paréntesis de esperanzas que quedaban en el recuerdo. Ahora, entre adultos, creo que ese paréntesis sigue siendo igual que antes, de permisividad controlada por la tradición; se puede llegar más lejos de lo que permite la costumbre porque nadie pierde a la pareja por un roce o un beso; al fin y al cabo la Feria no da para más.

Los adoquines mojados salpican las pantorrillas, el polvo pica en los ojos y en la garganta, los decibelios de las músicas y los cantes nos obligan a gritar en el oído del interlocutor e inutiliza la novedad de los móviles, por lo que las citas son tan caóticas como siempre, la espera del autobús a pleno sol es un martirio, la casa está tan revuelta que parece que han entrado a robar, y así es una semana al año. El lunes, con cansancio de maratón, quizá con el estómago o el hígado maltrecho, hay que comenzar la rutina desde una cueva de ladrones en donde no se encuentra nada de lo que se necesita, tras un sueño reparador que no fue suficiente, pero ¡que le quiten a uno lo bailao! El vino provoca el contento, la risa es muy sana y estamos controlados por la tradición.

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