Mundos paralelos
Lo que ha ocurrido estos días queda resumido en el nombre que Ronaldo le ha puesto a su hijo, Juan Pablo. Movimientos de masas para ir a ver al Papa y masas para ir al Bernabéu, y todos con el mismo entusiasmo. Vaticano y fútbol unidos en el espectáculo. Unos vestidos de largo con togas con tanto hilo de plata y de oro que parecen diseñadas por Rappel, y otros de pantalón corto. Unos jugando en el césped y otros pretendiendo jugar en el cielo. Pero eso sí, todos hombres. Viva la uniformidad. Unos se reúnen en el cónclave y otros en el vestuario. Y para remachar el concepto tuvimos la imagen en televisión de cómo los directivos del Barça y del Real Madrid se iban a comer por un lado y sus mujeres por otro, como si ellas no debieran oír lo que iban a decir ellos, o como si ellos no estuvieran en esos momentos para las cosas de que hablan ellas. No me explico por qué hicieron algo así, quedó de lo más raro. Me pareció que volvían los tiempos de los colegios no mixtos y las piscinas de hombres y de mujeres por separado.
Algunos recordarán que en Madrid había piscinas así en que en la entrada las familias se disgregaban en dos direcciones según el sexo (entonces no había género) y se reunían a la salida ya bronceados y peinados y con un punto de confusión en la mirada, como si surgieran de mundos paralelos. ¿Qué habían visto allí? A lo mejor, de tan atrasados, estábamos adelantados y fuésemos parte de algún experimento sobre el espacio-tiempo. Por cierto estos días se celebra el 50º aniversario de la muerte de Einstein, ese sabio que nos sacaba la lengua porque había dado con la certeza de que la realidad es relativa.
Servidora siempre asistió a colegios mixtos y siempre tuvo la sensación de que más o menos tanto chicos como chicas éramos igual de tarugos. Salíamos a la pizarra con parecida empanada mental. Y rebuscábamos en nuestra mente cualquier cosa en que pensar antes que dejarnos envenenar el cerebro con información. Oponíamos una resistencia increíble a que nos enseñaran algo. Por lo general, el profesor iba por un lado y nosotros por otro con pocas posibilidades de encuentro real. Mundos paralelos. Por lo que fuera, el sistema no lograba captarnos. Cuando el profesor se acercaba a nosotros, unos y otras, subíamos instintivamente el codo a la altura de la oreja por si nos soltaba un pescozón, por decirlo suavemente, algo absolutamente legal en aquel escenario franquista de media dimensión en que sobrevivíamos y que habría encogido el ánimo del mismísimo Stephen Hawking, capaz de imaginar universos de lo más complicados.
Es muy estimulante lo que explica este físico sobre los universos alternativos y la gran cantidad de mundos posibles que tal vez existan en una realidad que se nos escapa. Sugiere variedad y riqueza de puntos de vista. Por eso me resultan tan aburridas esas filas monótonas de cardenales, obispos y demás curia sin un solo rostro femenino, sin una sola voz distinta. A partir de aquí todos los entresijos e intrigas del Vaticano dejan de interesarme, me hacen bostezar y la televisión se queda sin una espectadora. De hecho, si vi algo de los fastos papales, fue buscando con la mirada a las tres famosas monjas polacas. Las monjas polacas. Si todo lo ocurrido en Roma estos días fuera una novela, habría que ponerle ese título. Unas misteriosas monjas polacas que están y no están, que se escabullen ante la mirada como absorbidas por sus propios ropajes negros. Ellas de negro y ellos de rosa.
Tal vez nuestra visión de la vida también esté envuelta en una tela negra, formada por dogmas, rutina y miedo a comprender. O a que comprendamos. Es llamativo el recelo, por no llamarlo pavor, que a lo largo de su historia ha sentido la Iglesia hacia la ciencia. Cuando es fascinante que a través de las matemáticas y las hipótesis y el juego de la imaginación podamos llegar a ver un poco más, igual que si nos operaran de cataratas. He de confesar que creo más en Einstein que en el Papa, porque me produce un gran consuelo en la vida y sensación de libertad saber que todo es relativo. Y no por ello tenemos que considerarlo santo, ni siquiera porque se le ocurriera decir aquello de "Dios no juega a los dados". Creo en la medicina y en el preservativo. En cuanto al sufrimiento ejemplar que su santidad nos ha mostrado desde el balcón, me quedo con el de Hawking desde su mente, o con el de muchos que están sufriendo lo indecible sin tres monjas polacas, ni veinte médicos a su cabecera.
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