¡Qué corto es vivir!
AVISO: TENGO una teoría. Miento: tengo muchas teorías, pero no es cuestión de atosigar a otros columnistas que generalmente no tienen ninguna. Y lo digo sin ánimo de lucro. Hay ocasiones en que me vienen, como chispazos, grandes pensamientos a la cabeza. Mi propio santo, que lee bastante (para mi gusto, demasiado), dice que a veces, ante estos momentos míos de clarividencia intelectual, se queda espeluznado. No es raro ese momento en que yo, contemplando el atardecer primaveral en Central Park, que duele en los ojos de lo bello que es, suelto un pensamiento, un aforismo espontáneo, como si estuviera poseída, y entonces mi santo, que tiene el disco duro lleno de información cultural (para mi gusto, demasiada), me dice: "Increíble, eso mismo dijo Schopenhauer". O bien dice: eso ya lo dijo Nietzsche, o Pascal, o Montaigne... Y se queda admirado de que sin necesidad de leer esos tochazos (los leeré cuando me retire de la calle) sea yo este pozo de sabiduría; sea yo como el Niño Jesús, que nació sabiendo; sea yo como la niña de El exorcista, que, poseída por el demonio, soltaba por esa boca no sólo bilis, sino verdades como puños. Por cierto, hablando de la niña de El exorcista, no quiero dejar de pasar la oportunidad de expresar mi admiración por Paco León, ese cómico que ha logrado hacer un personaje genial con una materia prima difícil, Raquel Revuelta. Desde aquí te lo digo, Paco, te veo por Internet y eres el tío más salao que hay ahora mismo en la tele, me pongo todas las mañanas tu capítulo de La niña del Exorcista para enfrentarme a esos minutos de silencio que paso en el ascensor con mis vecinitas. Pero a lo que iba, a mí me pasa como a Julio Camba cuando decía aquello de: "Sí, sí, los incas y los aztecas tendrían una civilización muy desarrollada, pero no inventaron la rueda. Yo, otra cosa no, pero la rueda, seguro que me pongo y la invento". Cito a Camba de memoria, espero que me perdone Arcadi Espada. Desde aquí te lo digo, Arcadi, no tengo tiempo ni ganas de buscar la cita exacta. "¡No tengo tiempo de ser de Murcia!", como decía un personaje de Mihura. El caso es que toda esta estúpida y, a mi juicio, innecesaria introducción venía a cuento por una teoría que vengo rumiando hace tiempo y que seguro que es de alguien que ni he leído ni leeré. Aquí la lanzo: la gran cultura americana se sostiene gracias a los recuerdos de unos cuantos europeos nostálgicos entre los cuales me encuentro. (Inciso: yo soy de Cádiz y de Moratalaz, no sé si eso se puede considerar Europa). Cuando uno llega a América, su esperanza ilusa es encontrar interlocutores con los que puedas demostrar todo lo que amas de este gran país: Cole Porter, Gershwin, Judy Garland, Ella y Scott Fitzgerald, Irving Berlin, la pequeña Lulú, la arquitectura, las películas, la literatura, los azucareros de las cafeterías, los servilleteros, los luminosos, las cafeterías... Pero nada, aquí, en general, la gente ni tiene tiempo para percibir esa belleza, ni les interesa y la consideran pasada de moda. Somos nosotros los que vamos a buscar esa mesa de cocina años cincuenta que sale en Los puentes de Madison, los que buscamos en las tiendas de segunda mano discos de Chet Baker, los que compramos en la calle por cuatro dólares las memorias de Satchmo (Armstrong). La música de Cole Porter, esa música que Marsé ama tanto como la música de Mozart (yo añadiría que, para el amor, Porter gana por goleada), se ha quedado como hilo musical de las viejas cafeterías. Somos nosotros, europeos mitómanos, los que reservamos un domingo por la mañana en el restaurante del hotel Algonquin; los que, por afán de hacerle un homenaje a Dorothy Parker, pedimos un bloody mary, y otro, y otro, sin respirar; los que recordamos esa frase genial de Parker: "Con la primera copa me siento bien; con la segunda y la tercera, mejor; con la cuarta, ya estoy debajo de la mesa; con la quinta, debajo del anfitrión". Me identifico. Somos nosotros los que pensamos: queremos hacernos viejos en este antro de elegancia decadente en el que una vieja pianista completamente destrozada por la cirugía estética toca a Porter de maravilla y canta con voz temblorosa, como si en vez de cantar agonizara. Somos nosotros los que decimos: queremos ser extravagantes, como los neoyorquinos. Pero al mirar a nuestro alrededor vemos que la competencia es grande: está lleno de octogenarios que vivieron aquella época dorada. Nos sentimos jóvenes y sosos, porque el paisaje humano que nos rodea es original y aterrador: a nuestro lado hay una abuela que lleva un gorro altísimo de bufón con cascabeles; al otro lado, un anciano que escucha la música con los ojos semicerrados y toca un piano figurado sobre el mantel. Todos son viejos, supervivientes de una época más gloriosa; viejos que han salido de casa pensando que iban elegantes, pero que en la semioscuridad del Algonquin, y con la música de la agonizante pianista, componen una fantasmagórica fiesta de carnaval. Cuando el show acaba, todos estamos tan borrachos como lo estuvo Dorothy Parker. Nos decimos adiós unos a otros, inclinando la cabeza, con la educación de los tiempos perdidos. Las abuelas sonríen enseñándote los dientes amarillos detrás de unos labios pintados de rojo cruel. Parece que dicen: "No os riáis, estúpidos, todos acabamos en el mismo sitio". Y se van despacio, cojeando, a casa o a la tumba.
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