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Columna
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Leganés, crónica de un esperpento

Estos días la maravilla de la vida nos llega en forma de cuerpecito blando, pura poética de la fragilidad, respirando suavemente en el colchoncito de agua y seda que es el cuerpo de su madre. La National Geographic nos deleita con su rosada piel, sus deditos glotones, su deliciosa inocencia. Y mirando ese cuerpecito que reúne todo el milagro de la vida, la vida aparece como lo que es, un extraño azar, un regalo improvisado. Mientras contemplo la vida, me llegan por todos los huecos del conocimiento los ruidos del caso Leganés, un asunto sórdido, donde el dolor y la muerte forman parte de la noticia despellejada, puro resorte maligno para una esperpéntica actuación política. Cada día que pasa, se cumple más aquel famoso principio de Murphy según el cual lo que va mal, es susceptible de ir peor. Aunque el principio más sabio de todos es aquel que asegura que "una corbata limpia atrae la sopa", pero este es otro cantar. Con o sin corbata ensopada, el consejero Manuel Lamela ha conseguido hacerse un lugarcito en el superpoblado escenario de la fama no por un error cualquiera, sino por conseguir convertir, gracias al empecinamiento, un error grave en un monumento al disparate. A estas alturas de la noticia, todo lo que podía hacerse mal, se ha hecho mal, tanto que no sé en cuál de los muchos hierros candentes colgar mi alucinado desconcierto. En cualquier caso, todos ellos, desde la vulneración de derechos fundamentales, como la presunción de inocencia o el derecho a la intimidad, pasando por la destrucción de la credibilidad de la sanidad pública, o la creación de un clima de desconfianza entre enfermos y médicos, todos se resumen en uno: Lamela es, a estas alturas, el paradigma del político aficionado, tan henchido de ambición como falto de inteligencia. Ergo, como era de esperar sumando tales características, es un político peligroso. Y lo va demostrando sin complejos.

De un plumazo se han cargado el prestigio de un hospital emblemático y, lo que es peor, el prestigio de los médicos que trabajan con lo más difícil y lo más frágil: los enfermos terminales

Caso Leganés, capítulo uno. Sin investigación de ningún tipo, sin información contrastada, y con la sola ayuda de una denuncia anónima, el ínclito consejero se planta ante el socialista Simancas, le espeta que tiene entre manos un caso de "400 eutanasias activas en el Severo Ochoa" y destituye al equipo médico de urgencias. De un plumazo, y con la sola ayuda de algo tan valioso como un anónimo, se carga el prestigio de un hospital emblemático, el prestigio de su equipo médico y, lo que es peor, el prestigio de los médicos que trabajan con lo más difícil y lo más frágil: los enfermos terminales. Después, las 400 eutanasias se convierten en una veintena de casos de "sedaciones excesivas" y al final ni tan sólo es demostrable ese último término. Pero sabiendo con Murphy que "no hay nada que vaya tan mal, que no pueda ir peor", lejos de enmendar el desaguisado, la crónica de Leganés ha sido una multiplicación sucesiva de disparates. Y así se suma el dos al capítulo uno: mantiene el cese de los médicos, mantiene la denuncia a pesar de no tener ninguna prueba con que sustentarla, mantiene la sospecha sobre la clase médica que trabaja con curas paliativas del dolor y consigue crear un clima generalizado de miedo, sospecha y desconfianza. Como decía un médico especialista en la materia, en pocos días Lamela y con él Esperanza Aguirre han conseguido cargarse la confianza que la ciudadanía había adquirido con la sedación como último y eficaz recurso contra el dolor extremo, poco antes de la muerte. Y por si no fuera poco esperpento, nos llega ahora la última decisión, la de sacar 400 expedientes de enfermos del hospital sin ningún tipo de orden judicial y con la sola garantía de una decisión política. Los expertos dicen que la decisión no está en la frontera de la legalidad, sino que ha caído pendiente abajo, pero aunque no se discutiera la legalidad, es una decisión traumática, inapropiada y claramente ilícita. Finalmente, con todos los cristales rotos sobre el escenario, Lamela y compañía se han enzarzado en una batalla política brutal y sórdida. Sobre todo sórdida porque lo que hay detrás es la confianza en la sanidad, el dolor extremo y la muerte de los seres queridos.

Algunas reflexiones. No puedo evitar hacer una crítica que va más allá incluso del desaguisado y que tiene que ver con la ideología que lo motivó y lo sustenta. No es extrapolable todo este lío al clima psicológico de las últimas semanas: debate sobre la desconexión de Terry Schiavo, debate previo sobre Mar adentro y la adrenalina que suscita en determinados climas religiosos, y finalmente la exposición pública de la agonía y el dolor de Karol Wojtyla, mostrado como ejemplo de heroicidad. No olvidemos que los más integristas consideran que uno tiene que llegar a la muerte lúcido, y si padece dolores extremos, Dios ya le compensará por su sufrimiento. Me dirán los médicos que no tiene nada ver todo esto con Leganés, y será cierto. La sedación es una cura paliativa del dolor y no se parece en nada a la cuestión de la eutanasia. Es más, ante un dolor extremo todos, y repito todos los familiares piden la sedación de sus seres queridos, con independencia de sus convicciones. Pero cuando Lamela explica el caso a Simancas no habla de sedación, sino de "eutanasia activa" y en toda la decisión planea esta obsesión que determinada derecha religiosa tiene con la muerte. Por mucho que se intente explicar, y no consigue ni tan sólo explicar las previas, Lamela actuó movido por criterios ideológicos, y por esos mismos criterios Aguirre le da su apoyo. El problema es que ahora no saben cómo resolverlo, e incapaces de reconocer el error previo multiplican el error con la esperanza de que la resistencia se convierta en victoria. ¿Cómo dice Murphy?: "No hay nada tan inevitable como un error cuando es su hora".

Lo peor es el resultado actual del entuerto, con independencia de cómo se resuelva. De momento, lo que tenemos es una desconfianza creciente en los médicos que atienden enfermos terminales, un miedo generalizado a practicar curas paliativas del dolor y un nuevo motivo de escarnio de la sanidad pública. De un plumazo, un aprendiz de político ha destruido un trabajo de años. Sería un esperpento si lo relatara Valle-Inclán. Sería humor negro si la vieja La Codorniz hiciera un retrato. Sería dialéctica de categoría si tuviéramos parlamentarios de altura. Pero es mucho más que todo: es una vergüenza. Porque se ha jugado con los médicos que luchan para que el tránsito entre la vida y la muerte de la gente que amamos, no sea aún más terrible. Se ha jugado con el dolor. Y eso, ni en nombre de Dios, no tiene nombre.

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