La escritura es un plan de evasión
Ganar un premio literario con una novela escrita a cuatro manos no deja de ser una apuesta llamativa. Tiene un riesgo que no es precisamente literario. Es difícil romper ciertas inercias del imaginario, una de las cuales tiene como idea la autoría encarnada en una sola persona. Para reforzar esa idea, romántica no cabe duda, no era necesario, como hacían Balzac o Flaubert, encerrarse en una habitación vestido de monje o escribir en pleno día alumbrado con un candelabro. Pero es cierto que uno siempre identifica una obra con una persona, un prejuicio que no tiene más fundamento, probablemente, que disipar una interpretación de frivolidad o de, como mínimo, operación curiosa. Las obras que escribieron Dickens con Wilkie Collins, Conrad con Ford Madox Ford, Borges con Bioy Casares, por citar sólo algunas de las más conocidas, nunca nos concitaron ese interés admirativo que lograron sus obras individuales. Tal vez porque nos gusta seguir creyendo que el novelista es alguien que se aísla para concentrarse en su tarea imaginativa. No serían pocos los lectores que podrían considerar lo otro como un divertimento, un ejercicio pletórico de sincronización artesanal. Dicho esto, no queda más que comentar, que es lo que a la larga más importa, la bondad o no de El turno del escriba, la novela que escribieron juntas las escritoras argentinas de relatos infantiles y juveniles Graciela Montes y Ema Wolf.
EL TURNO DEL ESCRIBA
Graciela Montes y Ema Wolf
Alfaguara. Madrid, 2005
258 páginas. 19 euros
En El turno del escriba se nos narra, en tercera persona, el anhelo de un copista, Rustichello de Pisa, por dar forma literaria a los recuerdos de su compañero de celda Marco Polo. (Tal vez convenga recordar que Marco Polo escribió El libro de las maravillas del mundo y que fue tomado prisionero en una batalla naval contra los genoveses). Catorce años lleva el copista en una prisión de Génova. Como nadie paga un céntimo por su liberación o su canje, el copista alterna servicios a la ciudad, dada su fama en varios reinos, que le sirven como lenitivos a su largo cautiverio. La llegada del famoso veneciano a su celda como nuevo inquilino despierta en Rustichello un inesperado afán literario. Sólo tiene que esperar que el excelso viajero hable, cuente. En ello pondrá toda su esperanza el pisano, más incluso que alguna remota en su liberación. En síntesis, es el argumento de esta novela, un argumento que nos cuenta una narración, un proceso indeclinable de escritura, todo ello en el reducido espacio de una celda genovesa y hacia finales del siglo XIII.
Graciela Montes y Ema Wolf
escribieron una novela histórica. (Es probable que ellas argumenten que escribieron una novela sobre la escritura como liberación). O de época, que también se suele llamar a este tipo de recreaciones. A quienes les interese una novela de este género, encontrarán en ésta una digna representante. Pero si se trata de buscar en ella una obra que nos comunique con nuestro tiempo, que nos dé alguna noticia acerca de que el tiempo no es una serie de compartimentos estancos de reloj, entonces aquí encontrará poco. Echo en falta alguna estrategia, aparte de la mucha que ponen las autoras para que todo nos parezca real y vívido, que nos convenza de que todo lo que aquí se nombra (que es ingente) nos sirve para interrogarnos acerca de algunos de los muchos problemas del mundo, incluidos los muchos de nuestra contemporaneidad, incluso los de la escritura en nuestros días. No se trata de pedagogía, se trata de acertar con una representación que nos apasione (nos divierta incluso, si las autoras insisten) y nos informe sobre la salud moral y psicológica de la condición humana. Y para ello no puedo dejar de recordar Bomarzo, esa gran novela de Manuel Mujica Láinez. Bomarzo es una novela sobre el Renacimiento pero que gracias a un truco muy inteligente de su autor hace que quien narra tenga ciertos privilegios sobre las barreras del tiempo, y acabe al final implicando en su narración a nosotros mismos hoy. No estoy seguro de que toda la información que desgranan las autoras, una acumulación barroquizante de nombres, hechos históricos y legendarios, allane el camino a un relato nítido en su escritura y vivificante en su alma. La voz omnisciente que narra nunca se aparta del guión histórico que se le encomendó, una especie de crónica de lujo, pero, paradójicamente, con poco devenir, con una ausencia incomprensible de sustancia temporal.
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