Daguerrotipos de antaño
Un escritor austriaco, trasterrado en Petrópolis, judío, que se despide de ese mundo que ya es ayer; otro, ciego y argentino, le recuerda a un aspirante a ser borgiano que la teología no es más que una rama de la literatura fantástica; otro, judío y checo, atraviesa en tren el mapa de la literatura en alemán, para volver a escribir una nueva carta a su padre; otro, comunista, desencantado, perseguido, calumniado, "un aguafiestas" lo llamó Sartre, cae muerto por una bala nazi y una mano amiga entierra, en una playa normanda, papeles y una novela, que buscará, afanosamente, su mujer años después; otro, suizo y enloquecido, elegante y caballeroso, pasea con un amigo alemán, mientras, a lo lejos, les observa una modesta criada de sanatorio; otro, cubano, íntegro, loca, renuncia a firmar un papel por más que le presione la burocracia mientras se le va la vida, en la playa, en manos de jóvenes, que nada saben de literatura, pero sí de sosegar deseos
LA BARAJA TRECE
Álvaro Abós
Adriana Hidalgo Editora
Buenos Aires, 2004
196 páginas. 8,20 euros
Todos ellos, escritores, puede que sean Zweig, Borges, Kafka, Paul Nizan, Walser, Piñera, y con ellos, y otros, el argentino Álvaro Abós ha escrito un original y muy literario racimo de necrológicas, un puñado de relatos que son invocados por la muerte, esa carta trece del tarot. Las huellas en la nieve dejadas por estos escritores, sus últimos momentos, o la proximidad de la muerte de otros son como línea de puntos, que va uniendo Abós con distintos grosores. La muerte de un escritor no es un hecho fortuito (creo que se dice en la ficción de la de Walser, y compárese con lo anotado por Carl Seelig en Paseos con Robert Walser, o la de Nizan con el final del texto de Sartre, que acompaña a la edición española de Aden Arabia), porque no sólo muere un hombre, sino que se interrumpe una obra.
Hay en todos estos cuentos,
unos excelentes, otros aceptables, un deseo de preservar si no la obra, sí, al menos, el recuerdo hecho ficción de esos finales. Un libro, éste de Abós, que contagia el afán de seguir esas huellas en la nieve, que tiene dos pequeñas joyas, en las que los protagonistas de esas muertes no son escritores, sino un violinista porteño de tangos que está, en el Berlín nazi, en el momento o en el lugar inoportunos, o un librero bonaerense, que pierde la vida por poner sentido a un libro en alemán. Estas dos historias que, paradójicamente, no tienen como protagonistas a escritores me parecen las mejores de este tan literario y recomendable muestrario de muertes de literatos.
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