Mishkenot Sha'Ananim...
...Es el nombre de la primera casa construida fuera de las murallas de Jerusalén donde estoy desde hace días. Por las ventanas, montañas y más montañas, hojas que tiemblan en un arbolillo cuyo nombre no sé. No todas: parece que hay sólo una temblando. Una sola, las demás quietas: ¿cuántas veces he tenido en mi vida una sensación así? Sólo una ínfima porción del mundo vibrando en silencio en el universo tranquilo. La impresión de que era yo quien vibraba. Después nada: la hoja ya no se mueve y un sol helado en las cosas. Piedras que vienen desde el principio de la tierra, blancas, sordas. Sentado en lo alto de la ciudad vieja, un joven pasa delante de mí empuñando una pistola. Otro, con ametralladora, me observa desde el ángulo de unos edificios. Cada persona importante tiene un guardaespaldas detrás, con una chaqueta demasiado grande, para que los instrumentos que disparan puedan caber allí dentro. Miran a diestro y siniestro con las manos dispuestas a deslizarse por el interior de las solapas. La hoja del arbolillo me estremece de nuevo. ¿Estará conversando conmigo? Y si conversa conmigo, ¿qué dice? Me dieron una habitación y tres salas, soy el huésped de honor. Hay un espejo en el escritorio en el que escribo: me viene a la mente el título de la autobiografía de Vittorio Gassman. Se llama Un gran futuro a mis espaldas, según la traducción de Celia Filipetto, y siento que mis facciones parecen descomponerse lentamente. Por momentos una de ellas desaparece, busca ubicarse en cualquier otro sitio, vuelve por hábito al de siempre, resignada. Si yo fuese un individuo como es debido, juntaría las palmas y le diría
Aquí hasta los difuntos corren peligro. ¿Qué les harán los enemigos de los cadáveres?
-Shalom
en lugar de quedarme así, frente a la hoja que se aquieta. Fotos en los periódicos que se presentan como mías. La necrológica de Arthur Miller, llena de frases elogiosas. En su opinión, escribir era la actividad más útil del mundo: ahora que se le han acabado las palabras, lo encajaron en media página junto con sus piezas de teatro. Ésta ya no tiene ningún futuro a sus espaldas: van a comenzar a olvidarlo poco a poco. Montañas y más montañas, calles estrechas. Un papel informa que Mishkenot está protegida veinticuatro horas por día, sugiere "precauciones adicionales" e informa que "por razones de seguridad las luces de los balcones se apagan automáticamente al anochecer". Indiferente a estas medidas cautelares, el arbolillo baila. Seguirá bailando cuando yo no esté y nadie se fije en él. Ayer asistí a una manifestación de extrema derecha contra el primer ministro: Sharom dictador. El hombre contrató una empresa de vigilancia para que se ocupe de la tumba de su mujer: aquí hasta los difuntos corren peligro. ¿Qué daño les harán los enemigos de los cadáveres? Nombres que me hacen soñar: Herodes el Grande, Solimán el Magnífico. El barrio armenio, las ruinas de Massada en el extremo del mundo. Más allá de las sierras, Moisés vio la tierra prometida. Cuando los peces llegan del Jordán al mar Muerto intentan volver atrás con la esperanza de sobrevivir. Cuervos. Ningunos otros pájaros fuera de los cuervos. Un agente de la policía, en el aeropuerto, me pregunta qué vengo a hacer a Israel. Lo miro con gratitud. Porque es una pregunta que me hago casi desde que nací: ¿qué vengo a hacer sea a donde fuere? Probablemente busco un hueso enterrado que, por falta de olfato, he perdido. Como las hojas del arbolillo están en suspenso no sé decir cuál es la que temblaba aún ahora. La única noticia sobre Portugal que encuentro es la de la muerte de la vidente de Fátima: dice que la Virgen aparecía cada mes y que, a partir de octubre, faltó a los encuentros sin previo aviso, desapareció para siempre. Mujeres. En la terraza de Mishkenot un horizonte sin fin. El comedor lleno de gente, cuervos que hablan, hablan. Escritores, me explica el camarero que parece salido de la película El tercer hombre, amenazador y fúnebre. Por la noche, en cuanto me disponga a dormir, me estrangulará. Escritores-damas y escritores-caballeros, los escritores-damas con el pelo teñido, los escritores-caballeros haciéndoles la corte, llenos de tiquismiquis. Intercambian libros, revistas. Uno de los escritores-damas, con los mechones tan negros que me hacen doler los ojos, se envuelve el cuello en un echarpe azul. Si se acercase el arbolillo cuyo nombre no sé, ¿se fijarían en él? ¿En la hoja que temblaba, temblaba? El camarero que me va a estrangular por la noche me pide un autógrafo al mismo tiempo que se abre en una sonrisa que me devora entero: estoy en su barriga, dando manotazos de ahogado, y las voces de los escritores me llegan atenuadas, distantes. Deben de seguir intercambiando libros, revistas. Y en eso, en el lugar oscuro donde me he quedado, vienes tú de repente y me coges de la mano.
Traducción de Mario Merlino.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.