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Fortaleza europea

La cuestión no es si Europa se está desnaturalizando sino si está siguiendo una evolución lógica. En pura lógica, no hay razón alguna para que Europa no siga siendo el continente de los problemas y de las soluciones. Pero he ahí que América (la del Norte) sabe lo que quiere, Asia sabe lo que quiere y Europa no. El pequeño continente que creó la razón no es que la haya perdido pero anda escaso de energía. Sin ésta, la razón languidece, como un cuerpo abundante en proteínas, pero muy deficiente en vitaminas y minerales.

Hemos de agradecerle al señor Rifkin que nos quiera tanto, pero todos sus augurios sobre el brillante futuro de Europa, así estuvieran bien fundados, no nos servirían. No hay fuerza capaz de unir y poner en marcha el pesado armatoste de tanta dispersión, de tanta diversidad, de tanto identitarismo. Europa está cansada de sí misma. Ya vemos: ni siquiera el sí a la Constitución europea logra un consenso. Alemania urde un plan de revitalización tras otro y Francia no le va muy a la zaga. Tiene el vecino del norte un ministro, Raffarin, que se jacta de no ser un filósofo, que desdeña "el mundo parisiense", queriendo decir con ello la élite intelectual. Eso, en el país del mundo que más honró la inteligencia.

Acordémonos: muchos de los grandes avances científicos y tecnológicos, así como tantos postulados científicos, fueron obra de individuos aislados y, en la mayoría de los casos, ellos y sus obras pasaron desapercibidos. Hoy, en la edad en que la riqueza está basada en el conocimiento, Europa es incapaz de poner en pie un Consejo de investigación, un organismo aglutinador y coordinador del mundo científico y tecnológico. Visto desde aquí, donde la incapacidad para la organización es inverosímil, puede parecer que estamos exagerando, pero los hechos cantan: casi medio millón de científicos europeos trabajan en Estados Unidos, país que gasta en investigación y desarrollo alrededor del 3% de su producto interior bruto. Japón no se queda atrás, mientras la UE todavía ronda el dos por ciento es su conjunto y es la mitad en países como España, donde todo se va en planes y promesas. No hay más que recordar el pomposo Ministerio de Ciencia y Tecnología.

No nos cieguen grandes éxitos parciales. En ciencia, en tecnología y en casi todo lo demás, Europa va perdiendo lentamente el paso y no se vislumbra el remedio. Grandes acuerdos verbales que no se cumplen por falta de convicción, en parte estimulada ésta por la multiplicidad y heterogeneidad del comjunto. Así en como el mundo se europeíza al tiempo que se deseuropeíza Europa, ya en riesgo de convertirse en un continente sandwich, o sea, incapaz de competir con los de delante y sintiendo el aliento de los que aún vendrán detrás.

De momento, el paro en Europa parece que se ha convertido en un problema crónico, con una media del 9% que no remite. La culpa no la tiene el intervencionismo estatal, que por cierto se está extendiendo por numerosos países no europeos. Pero inocente como es el Estado de bienestar, sobre él recae la culpa y consecuentemente los recortes; los cuales, sin embargo, no bastan para detener la sangría de la deslocalización. Hubo un tiempo en que este problema no era acuciante y a eso se aferran todavía muchos políticos, jefes de industrias, economistas, etc. Dicen que con mejorar el diseño, las redes de distribución, la calidad, etc., el problema quedará resuelto. Uno piensa que si esto fue así, ha dejado de serlo. Las multinacionales están en todas partes y los países en vías de desarrollo compiten en calidad y precio con los productos europeos. Destruida la competitividad europea, ¿habrá que vivir como la inmensa mayoría de los chinos? Europa ardería por los cuatro costados. Pero, ¿qué hacer entonces? Conservo un artículo de Manuel Castells, publicado por EL PAÍS en el año 1996. Su solución al dilema me llenó de estupor, hasta el punto de pensar si este gran experto hablaba en serio. "La única solución viable para Europa, si realmente quiere mantener sus actuales instituciones laborales y sociales, es una secesión de la economía global. Una fortaleza europea".

Europa, afirmaba Castells, comprende un mercado suficientemente amplio para seguir creciendo a buen ritmo y generar empleo reduciendo a la vez el horario laboral. El nivel educativo y la tradición tecnológica, elementos básicos de un sistema productivo eficaz. Gran parte de Asia, no. Y América Latina, tampoco. "Ciertamente, la integración electrónica de los mercados financieros mundiales hace que el capital europeo pueda ser invertido en cualquier parte. Pero el atractivo del mercado europeo, una vez establecida una sólida protección aduanera, es suficiente para asegurar un nivel de inversión aceptable". Suena a proteccionismo. El argumento, además es muy vulnerable por varios flancos y más hoy, con el euro, la escasez de energía, la aparición en escena de China e India, etc. Factores que complicarían un proceso ya entonces temerario. El mundo, sencillamente, no toleraría una Europa encerrada en sí misma, con una divisa muy probablemente objeto del deseo en detrimento de un dólar que se sostiene gracias a las compras masivas de dólares, sobre todo por China y Japón. Tiendo a creer que Castells, uno de los más grandes expertos mundiales en globalización, nos estaba diciendo algo que sí dice, pero que no es el núcleo de su propuesta. Los europeos no podemos ser "eternos privilegiados", con tantas vacaciones y demás beneficios sociales. "...no se puede continuar siendo trabajador europeo y ciudadano del mundo". Vaya.

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Sí se puede, si en lugar de ensimismarnos y enzarzarnos en sórdidas peleas intestinas, nos entregamos unidos a la tarea de recuperar la que es la verdadera seña de identidad europea: la "religión" del conocimiento, de todo conocimiento, pero en especial, la del científico y tecnológico. El legado griego: por la democracia a la Técnica, con mayúsculas, pues la técnica comprende ambas, la ciencia y la tecnología. Si fracasamos en esto puede pasar cualquier cosa, pero ninguna buena. Tal vez Europa terminaría incorporándose a Estados Unidos, caso de que todavía les interesáramos.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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