El poder cooperativo
Tengo la impresión de que buena parte de las dificultades del actual debate territorial proceden del dramatismo por el que las cosas se deslizan hacia las cuestiones de principio, que tienden a convertirse en asuntos innegociables, sobre los que no cabe compromiso alguno. Y la causa de este patetismo está en el hecho de que se habla demasiado de esencias y poco de funciones. La discusión se atasca cuando la definición de lo que somos ocupa toda la atención y se desentiende del contexto en el que nos encontramos o los desafíos a los que hemos de hacer frente. Mi hipótesis es que la discusión resultará más fluida si tenemos en cuenta las actuales transformaciones políticas y sociales que modifican también a los Estados y su modo de actuar. La existencia misma de ese debate es una manifestación de que el poder político se ha modificado decisivamente en una sociedad que no permite un gobierno directo, centralizado y jerárquico, que está exigiendo una transformación cooperativa del poder.
Vivimos en una época en la que el poder político -los Estados y los gobiernos- se encuentra en apuros, ante unas dificultades no menos graves que las que acompañaron, en los orígenes de la era moderna, su proceso de constitución. La política es débil frente a la poderosa competencia de los flujos financieros y los poderes mediáticos; su espacio propio se pierde en los formatos inéditos de la globalización y frente a las exigencias particulares que plantean los procesos de individualización. El Estado se encuentra ante especiales dificultades siempre que se trata de controlar, movilizar, cohesionar, organizar, implementar o asegurar. Son algunas de las funciones que tenemos derecho a exigir de quien ejerce el poder político y que éste, en las actuales circunstancias, no puede satisfacer con los medios tradicionales.
Conocemos la respuesta conservadora: no hay nada que lamentar. Los años de hegemonía neoliberal desataron las privatizaciones y convirtieron a los ciudadanos en clientes, en un proceso que justificaban como disminución del Estado pero que realmente suponía una reducción de la política. De ahí que disolvieran los asuntos políticos en management y patriotismo, es decir, en cuestiones técnicas cuya gestión no necesitaba ser discutida y en identificaciones nacionales que no podían ser discutidas. La amalgama conservadora de desestatalización y renacionalización no es una mera casualidad, sino una de las síntesis posibles cuando se quiere enviar a la política al trastero de las cosas inútiles.
Probablemente sea cierto que la izquierda española se haya encontrado con los nacionalismos periféricos más por necesidad que por convicción, y puede que el relato de la España plural responda principalmente a la necesidad de hacerse un hueco frente a la patrimonialización nacionalista del gobierno anterior. Ahora bien, que una idea venga a tapar un vacío ideológico no dice nada en contra de esa idea, que puede taparlo bien o mal. La pregunta que deberíamos hacernos es si el objetivo de transformar el poder de modo que el pluralismo territorial se refleje también en sus instancias y procedimientos representa un avance en la extensión de derechos, si fortalece la convivencia pacífica y si representa un estilo de hacer política más democrático (cualquiera habrá notado que tomo esta trilogía -derechos, paz y talante- de los motivos con los que se define a sí mismo el actual Gobierno socialista). Mi respuesta es que sí. Y además esa línea de actuación está en consonancia con el pensamiento político más avanzado que apunta hacia la idea de un poder cooperativo como el mejor modo de recuperar la política.
En la visión tradicional el Estado es una institución soberana hacia el exterior y jerárquicamente organizada en su interior. Casi todo el mundo está de acuerdo en que el actual Estado cumple cada vez menos ambas exigencias, pues ni dispone de una soberanía indivisible ni está en la cumbre de una jerarquía. A esto se añade el hecho de que, en los Estados no unitarios, las competencias están repartidas y esa pluralidad de instancias conduce a una pluralización interior que provoca a su vez no pocos problemas de coherencia y coordinación.
Que el Estado haya visto cómo se limitaba drásticamente su soberanía no significa necesariamente que deba renunciar a su pretensión de articular políticamente la sociedad, aunque tendrá que hacerlo de otra manera. El Estado deberá volverse más cooperativo, lo que no equivale a mínimo, si es que no quiere convertirse en irrelevante. El Estado, reducida su soberanía, no tiene por qué renunciar a sus pretensiones de configurar y hacer coherente el espacio social. Para ello probablemente sea inevitable reducir sus tareas y poder concentrarse en los principales problemas de la sociedad, frenando así lo que algunos teóricos han definido como una pérdida de poder a causa del aumento de sus funciones. Incluso podría hablarse de un cierto retorno del Estado en forma cooperativa si acierta a recorrer el proceso de una determinada metamorfosis: la que va desde el gobierno directo, central y soberano a convertirse en organizador y garante de la cooperación. Lo que viene llamándose "Estado garantizador" es una transformación que parte del reconocimiento de que el Estado no es quien decide y produce, sino más bien el que activa y modera los desarrollos sociales que ni puede ni debe determinar en exclusiva.
Precisamente la idea de gobernanza se ha ido introduciendo en los últimos años para caracterizar una nueva manera de gobernar, un nuevo tipo de estructuras y procesos para llevar a cabo la acción política en sociedades en las que hace tiempo que se han disuelto los límites del Estado tanto frente a la sociedad como en relación al escenario internacional. Encontramos esa forma de gobernar en ámbitos muy diversos: en las organizaciones, en los equilibrios institucionales de la Unión Europea, en el orden internacional incipiente... Son formas de cooperación entre diferentes actores, de integración, confianza y legitimación, que aparecen como una oportunidad de conquistar nuevos espacios de juego para la configuración política, donde antes no se veían más que obstáculos para realizar una política orientada al interés general.
En las diversas instituciones de la sociedad actual los procesos de decisión se han "desjerarquizado" hasta el punto de que también tiene sentido hablar de Estados multicéntricos. No sólo se ha diferenciado la sociedad sino también el Estado, en el que hay varios centros que actúan en diversos niveles e incluso en el mismo nivel. En una sociedad caracterizada por una gran heterogeneidad interior y por una diversidad de remisiones hacia el exterior, el gobierno político ya no puede ejercerse directamente a partir de un centro único. A esta realidad corresponde, por ejemplo, el concepto de gobierno en un sistema de varios niveles, que apunta no tanto a distinciones jerárquicas como a la diversidad de unidades organizativas, donde lo general
no necesariamente tiene una prevalencia sobre lo particular. Tampoco se trata de una simple descomposición organizativa del sistema político en niveles, en cada uno de los cuales se llevan a cabo tareas separadas. Las tareas públicas ya no se pueden segmentar en niveles competenciales (ni entre Estado central, autonomías y entidades locales, ni en una fragmentación taylorista de la administración), sobre todo porque han surgido nuevas limitaciones frente a las cuales no queda más remedio que buscar una solución cooperativa. La mayor parte de los problemas políticos a los que nos enfrentamos tienen un carácter transversal, lo que aumenta la necesidad de coordinación. La política podría entenderse precisamente como una "organización de las interdependencias" (Mayntz). Gestionar no equivale aquí a controlar, aunque en ocasiones será necesario intervenir para equilibrar relaciones de poder entre los grupos sociales o establecer determinadas prioridades.
El Estado cooperativo no es un Estado tradicional que, obligado por las circunstancias, ha modificado su modo o estilo de trabajar, sino que implica una transformación radical de su naturaleza, de lo que significa gobernar, de cómo se constituye el espacio público. Por eso perderíamos una oportunidad si el actual debate acerca de la reforma de los estatutos se convirtiera en una discusión acerca de competencias y se esquivara el verdadero nudo gordiano: lo que está en juego es la posibilidad de transformar la idea de soberanía, algo que representa un reto y una exigencia para todos, aunque suela plantearse casi siempre como una renuncia que deben cumplir otros. No estaríamos a la altura de los actuales desafíos si redujéramos el debate a un listado de competencias o a una delimitación de ámbitos de soberanía. Lo decisivo es encontrar fórmulas de soberanía compartida que permitan articular un poder político cooperativo, lo que no es posible sin confianza, garantías recíprocas, bilateralidad efectiva, fórmulas de arbitraje y procedimientos que fomenten la lealtad. Y esto tiene mucho que ver con una recuperación de la política que vuelva a situar los temas en un ámbito de libre discusión y de libre decisión, bajo el principio de la mayor inclusión y respetando la pluralidad de escenarios en los que se desenvuelven nuestras identificaciones.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, premio Espasa de Ensayo por su obra La sociedad invisible.
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