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El papado de una Iglesia virtual

El último papado ha sido el de un hombre santo por virtuoso y el de una Iglesia virtual por aparentar que es como Dios manda y no serlo. Con él culmina la imagen falsa y contradictoria de una comunidad religiosa organizada como un Estado o una multinacional, regida por un Gobierno absolutista, de ideología conservadora y reaccionaria propagada mediante la moderna tecnología mediática. Karol Wojtyla aparece entre la media docena de máximos líderes políticos de la globalización capitalista, que aporta, con su discurso único y su carisma teatral barroco, el factor irracional, emotivo y espectacular que sublime la desesperanza inactiva de unas muchedumbres explotadas y alienadas. La retórica de sus mensajes es la usual de los gobiernos actuales que no cumplen lo que dicen creer y hablan de avanzar hacia un lugar adonde nunca se llega. Más que los seres humanos, le preocupó la centralizada y férrea organización que él rigió, sin democracia ni separación de poderes, apoyado en grupos influyentes de intereses profanos.

La contradicción entre sus mensajes y sus decisiones es notoria. Defendió derechos humanos que no respetó en obispos, teólogos y mujeres. Predicó contra la pobreza y el sufrimiento, pero colaboró a perpetuar una y otro en los países más afectados (es el caso del sida y los preservativos, y de la planificación familiar) al tiempo que perseguía a los religiosos y seglares más comprometidos en la lucha de los pobres. Ecuménico en gestos, combatió o debilitó a las otras iglesias cristianas y excluyó de la verdadera fe y de la salvación eterna a los no católicos. Pidió perdón por errores y condenas injustas del pasado y no por las que cometían él o la jerarquía eclesiástica del presente sin ser reparadas. Dijo proseguir el renovador y aperturista Concilio Vaticano II, pero volvió al Vaticano I, actualizando lo más medieval, teocrático y contrarreformista de una iglesia vaticana que ya había abandonado siglos antes el primitivo espíritu cristiano desde que se hizo religión oficial de un imperio.

Como no podía ser de otro modo, los poderosos de este mundo entendieron la sutil complicidad objetiva de tal conducta y se aprovecharon de ella sin hacer ningún caso práctico incluso de sus recomendaciones o acusaciones más acertadas. Dos piadosos caudillos, Bush y Aznar, hicieron oídos sordos cuando Juan Pablo II condenó, por ilegal, la guerra de Irak. Y al utilizarlo contra el comunismo, se le hizo de algún modo corresponsable del capitalismo salvaje y genocida,criticado por él, que asoló después los países del Este. Aunque sus viajes misioneros a tantos Estados le permitieron recordar a sus gobernantes que él gozaba de un liderazgo mundial sobre más de 1.000 millones de súbditos y que en el mercado ideológico globalizado, con el liberalismo y el comunismo en crisis, el producto de su pensamiento único era el de mejor venta a la hora de lograr un statu quo sin sobresaltos revolucionarios, no logró con sus tópicos y casi obvios mensajes moralizantes inquietarlos ni moverlos, pues cualquier gobernante, ya sea honrado, cínico o hipócrita, los acepta y proclama sin necesidad de convertirlos en realidad por exigencia inevitable de una buena imagen.

Uno se pregunta: ¿seguiría el mundo estando como está si esos 1.000 millones de católicos organizados estuvieran dispuestos a demostrar su fe cristiana amando a la humanidad de manera efectiva y fuesen movilizados por el carisma de su líder mundial para enfrentarse, de forma pacífica pero radical, a las oligarquías de poder económico, político y mediático del sistema imperante? ¿No sería ésa la verdadera Iglesia católica, la virtuosa real y no la virtual, aparente y falsa; la única mensajera de un espíritu de santidad inseparable del amor fraterno universal : el que comunicó en calidad y no en cantidad, no con espectáculos superficiales de masas fanatizadas y pueriles, sino al fondo de las almas, el Papa sencillamente bueno, Juan XXIII, cuya contraimagen representa, sin duda, el papado polaco?

Con su agonía, muerte y funeral, Karol Wojtyla ha emitido sin saberlo su mensaje más espiritual y cristiano. Gracias a la sobreactuación y al exceso de todos los responsables y partícipes en los ceremoniales televisados, se han revelado a las almas sensibles en profundidad y no sensibleras la gran tramoya de un papado y la falsa imagen de una Iglesia demasiado dominada por los tres enemigos del alma (mundo, demonio y carne), y esas almas se han rebelado una vez más contra ambas evocando el verdadero sentido de su Iglesia, secuestrada por sus tentadores. Un Papa ya desesperadamente mudo; la adulación postrera de sus colegas en el poder temporal a por jirones de su prestigiosa, por harto conocida, túnica televisiva; la aclamación y el llanto de unas masas típicas de nuestra sociedad del espectáculo, que han visto manipulados sus legítimos sentimientos de piedad..., todo ello simboliza perfectamente el final sin futuro de una secular ceremonia de la confusión entre el paganismo idólatra que practica esta civilización materialista y el espíritu original del cristianismo. Final, con todo, nada próximo, pues las previsiones sucesorias del papado extinto auguran el continuismo suicida de una lenta agonía en este siglo. Pero ese final alienta, al mismo tiempo y no en menor medida, una nueva resurrección del Cristo, entendido como símbolo de toda persona humana que, de un modo u otro y en virtud de cualquier fe, entrega la vida al servicio de su prójimo, próximo o lejano. Será el mismo Cristo que tantas veces en la historia ha sido entregado por los suyos para ser crucificado bajo el poder imperial del Pilatos de turno.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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