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El plebiscito diario de lo vasco

En época de elecciones, el ciudadano vasco en el extranjero está permanentemente expuesto a que el detalle más cotidiano de su vida diaria en ciudades lejanas se torne en una cierta visión de lo vasco. Es la versión desde el desarraigo de lo que Imanol Zubero denomina "impuesto reflexivo vasco".

En este caso, pongamos la siguiente epifanía: subirse a un taxi en la isla de Manhattan como metáfora de la democracia en Euskadi. No debería haber nada que impida que el coche amarillo circule de manera fluida por calles y avenidas, sobre un asfalto bien asentado por el paso de los años, en lo que debiera ser un viaje tranquilo con destino claro. Pero en realidad, los que han viajado en taxi por Nueva York saben que el trayecto es una accidentada sucesión de carreras largas hilando semáforos en verde y de frenazos, bocinazos y golpes secos que paran la marcha súbitamente para reanudarla después. Al final, el conductor suele volverse para decir, primero, que no soporta la ciudad ni un minuto más, y después, que lleva toda la vida viviendo en ella.

El cuestionamiento permanente del marco legal existente dificulta la tarea de hacer frente a la violencia terrorista

Aquellos que ya estaban en edad de votar en 1978 han tenido la ocasión de participar en una treintena de procesos electorales, según recordaba Koldo Unceta recientemente en estas páginas. De hecho, éstos serán los octavos comicios para elegir un Parlamento vasco. Esta larga experiencia electoral ha consolidado una cierta fotografía de la sociedad vasca como sociedad esencial y primordialmente plural, vertebrada en torno a dos bloques de votantes, nacionalista y no-nacionalista, cuyos lindes permanecen básicamente invariables (aunque la tendencia indica una pérdida de ventaja del nacionalismo sobre los no-nacionalistas).

Tal consolidación del sistema electoral vasco, con un sistema de partidos sólido, junto a una imagen nítida de una sociedad constituida en torno a su propia pluralidad, debería asegurar que el trayecto hacia el futuro discurra de manera suave y tranquila. Pero, como el taxista y Nueva York, es como si los vascos odiáramos ser vascos sin poder dejar de serlo; como si negáramos la solidez del asfalto sobre el que marchamos a base de frenazos innecesarios.

Una de las propiedades talismánicas de la democracia es la de vertebrar, con el paso del tiempo, comunidades conflictivas en torno a una serie de símbolos, mitos y ritos comunes. En Euskadi, después de treinta elecciones, no existe un acuerdo sobre lo más elemental: nuestro nombre, nuestras lenguas, nuestra fiesta nacional o nuestro himno. Como el senador americano que, ante la dificultad de alcanzar una definición legal de lo que es pornografía, dijo: "cuando la veo la reconozco", los vascos nos vemos y nos miramos, espectadores de algo que no sabemos nombrar.

Si bien los orígenes de todo orden legal son fruto del conflicto y la historia, la repetición del juego de la democracia y el reparto de sus beneficios a todas las partes debería facilitar el paso de la legalidad compartida hacia la legitimidad compartida. Esto es lo que indican la mayoría de teorías sobre la democracia, que la democracia (imperfecta como toda criatura social) sirve para sustituir el uso de la violencia en comunidades tormentosas (o atormentadas) por las armas de la negociación y el debate. Después de veintiséis años desde la aprobación del Estatuto, de más de treinta elecciones, y de casi tres décadas de disfrute del poder por el nacionalismo democrático, el marco legal existente sigue enfrentándose a un cuestionamiento permanente en Euskadi, que dificulta la tarea de hacer frente a la violencia terrorista.

La sociedad vasca vive en la esquizofrenia de una legalidad sólidamente asentada que le permite emitir su voto rutinariamente una y otra vez mientras escucha que esa legalidad no es legítima porque "no nos dejan decidir". Según Ibarretxe, las elecciones de la semana que viene supondrán un "clamor" de los vascos por ese derecho a decidir. Si la celebración de elecciones o la perspectiva de poder votar levanta pasiones en países como Kirguizistán, Ucrania, Cisjordania o Líbano -enviando al mundo imágenes de fiesta, alegría combativa y banderas de unidad-, hace tiempo que las elecciones en Euskadi discurren con monótona y testaruda repetición en medio del ruido disonante de los que anuncian clamores y terremotos que nunca llegan.

El plebiscito diario que supone gestionar la identidad plural y conflictiva que es lo vasco indica un resultado claro: vence la pluralidad intrínseca de cada voto emitido, gana la legalidad que hace posible que esa pluralidad se manifieste.

Treinta elecciones después, sólo falta que un pequeño corrimiento de mentalidades y estrategias acople los discursos y los anhelos a la realidad consolidada de la autonomía vasca. Ese es el clamor silencioso que muchos esperamos. Y a partir de ahí, iniciar por fin un viaje sin frenazos bruscos, en manos de un taxista -negro, blanco o amarillo- que conozca el mejor camino para su variopinto pasaje.

Ello supone, primero, la renuncia por las partes a absorber el todo (lo contrario es autofagocitismo), y segundo, recuperar la idea del pacto: el pacto dentro de cada vasco para asumir su propia complejidad, el pacto entre vascos nacionalistas y no-nacionalistas, y el intercambio de banderines con el Estado -lealtad a cambio de autonomía- con una renovada lectura de la Constitución y el Estatuto como pacto político además de cómo legalidad vigente. Es triste tener que recordar que, mientras dure ETA, la consigna debería ser el cierre de filas en torno a "legalidad, legalidad, legalidad".

Borja Bergareche es abogado

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