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FUERA DE CASA
Columna
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Peligro para caminantes

Madrid es un peligro para caminantes. No lo digo por lo de siempre, ya estamos acostumbrados a que nunca encontraremos el tesoro, ya sabemos cruzar con pértiga el centro y la periferia. Somos olímpicos, estamos preparados. Lo digo porque, en un descuido, te puedes arañar, o algo así de grave, caer en manos de algún médico del hospital de Leganés, en manos de la Sanidad pública... y date por sedado. No es por asustar, palabra de Lamela, pero el que avisa no es traidor. Así de seria se puso mi vecina, que siempre es extremadamente escrupulosa en meterme miedo en el cuerpo. Escuchando lo que dice que pasa fuera de casa, algunas veces dudaba si de verdad estábamos en la tercera guerra mundial, en la contrarreforma o es que simplemente los skin estaban de limpieza en la plaza de Tirso de Molina. Es cariñosa, un poco cotilla, maja, pero lo exagerada no le quita lo alarmista. Ella me lo contaba por mi bien, porque sabe que salgo mucho y no quiere verme en Leganés. Tengo que confesar que hace muchos años, de casi todo hace ya muchos años, me daba miedo que me encerraran en el de Ciempo o en el de Leganés. Ya no estamos tan locos, ni nos creemos tanto a los cantautores. Ahora es la vecina la que me canta las protestas. Yo creo que todavía no se ha enterado de lo descreído que soy. Me cuesta más cambiar de gustos culinarios y de medios de información que de religión. También está claro que no leemos los mismos periódicos, ni escuchamos las mismas radios, ni vemos las mismas cadenas de televisión. Incluso, estoy convencido que no nos llegan los mismos mensajes por el móvil. ¿Cuál será su servidor de móvil? Yo silencié mi móvil. No paraban los mensajes para pedir el descanso de Lamela, la voz de Zapatero, la resurrección de Woytila y otras bromas que no puedo reproducir. Uno es uno y sus circunstancias, uno y su target, uno y sus sms. Dime qué mensajes te llegan y te diré quién eres.

Y me lancé al peligro. Me fui al Reina Sofía, un museo que está al lado de un bar donde hemos comido tantos bocadillos de calamares, comprobé la vitalidad de Oteiza, la premodernizad de Steiglitz y de regreso me topé con la clase médica. Centenares de médicos, entre maduros y muy maduros, y ya se sabe que los de la beat generation nos reconocemos a simple vista y en su fiesta me colé.

Tengo que confesar que me sentí bien, lo juro por Hipócrates, lo prometo, quiero decir. Entendí muchas cosas. Me dieron tranquilidad e información. Lejos de las denuncias anónimas, lejos de los mítines, me explicaron, se explicaron, y verdaderamente yo también salí del Colegio de Médicos diferente, otro. Yo soy Luis Montes. Y si no lo soy me gustaría serlo. Incluso no me importaría que fuera mi doctor en momentos difíciles. Para los otros ya tengo pedido enchufe con el doctor Toledo. El caso es buscar una excusa para salir de casa.

El día estaba de cara, volvía del túnel de los sentidos en el Salón del Gourmet, después de haber practicado mi régimen en la terraza de Currito, y me encontré con Pilar Bardem, compañera de celebraciones de abril, de mensajes de móviles y madre de amigos. Una bomba, delgada, pero una bomba, la Bardem. Dentro de unos días presenta sus memorias Almudena Grandes, otra bomba, otra compañera de abriles, de viernes y de mensajes de móviles. Me salió el cotilla que llevo dentro -no siempre me tiene que salir el machista- y pregunté a la Bardem por su gran amor, convicto y confeso en su libro, por el mítico amador llamado Agustín González. Y sí, la leyenda era cierta. Gran amor y gran amante. No es la primera que me lo cuenta. Unas cuantas lo han dicho, lo han contado y cantado, ese actor de calva eterna, de inclinación de cabeza, de voz atropellada y de estatura normal. Es decir, justito en guapo, católico y sentimental. Pues ese, precisamente ese genial actor perdido y encontrado en grandes repartos, es, fue, nuestro mito erótico. Nuestro particular Warren Beaty. Un amigo me recordó que Woody Allen decía que se conformaba con ser la uña del pie de Warren Beaty. Y yo me acordé de Agustín González. ¿A quién se le ocurriría tener envidia de Agustín González? Conozco a más de uno. También a más de una que le recuerda con nostalgia del erotismo perdido. No diré cuáles, ni cuántas, porque no tengo a mano el Cine Guía.

También hablamos de Roma, de esa otra ciudad que también fue un peligro para caminantes, de aquella Roma que conoció tantas peregrinaciones de españoles no papistas. Aquella Roma en que Rafael Alberti oficiaba de papa civil, de patriarca de otras misas, de otras palabras, de otros creyentes. Al poeta le gustaban las iglesias, los santos barrocos y los ángeles en general. A nosotros, que ya entonces no comulgábamos con los credos de Alberti, sí nos ganaba con sus versos de aquella ciudad que cultivaba, quizá sigue cultivando, los gatos y las meadas. Y recordamos un poema que tiene que ver con el primer Papa, con aquel san Pedro y su basílica: "Di, Jesucristo, ¿por qué me besan tanto los pies? Soy san Pedro aquí sentado, en bronce inmovilizado, no puedo mirar de lado / ni pegar un puntapié, pues tengo los pies gastados, como ves. / Haz un milagro, Señor. Déjame bajar al río, volver a ser pescador, que es lo mío". Eran otros tiempos, otros papas, eran tan antiguos que no tenían ni móvil, ni televisión, ni globalización. Por no tener no tenían ni a un Rouco Varela revisando las cuentas en el Vaticano. Eran unos antiguos.

El poeta Rafael Alberti.
El poeta Rafael Alberti.

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