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A PIE DE PÁGINA

Dejen hablar al tonto

Hoy escribo sobre el tema "hoy". Pese a la RAE -que viene rotulándolo con el diminutivo "adv."- "hoy" es materialmente un pronombre que guarda con el conjunto de estas veinticuatro horas del día de la fecha la misma relación que el "tú" de la frase "tú, hipócrita lector" establece con cada uno de los pocos que alcanzarán a leer el siguiente párrafo.

"Hoy" mantiene con el día de hoy una relación semejante a la que propone el "yo" de cualquier frase con el hipotético hipócrita autor de este comentario.

Y sin embargo siempre hoy es hoy y yo sigo siendo, hoy, yo, aunque la época, de Rimbaud en adelante, haya decretado que para siempre que "yo soy otro" y siempre sea un solo yo este pronombre que dice ser dos.

Aprendí a sospechar de las abreviaturas de la RAE y a no dudar de la sinceridad de las mujeres

-¿Ser-dos?

Sí. Los cerdos viven unitarios ahí, confinados al peor lugar de la cadena alimentaria sólo por ser sí mismos y no tener acceso al uso de pronombres.

Quienes han probado el sabor de la carne de cerdo aseguran que, del mundo natural, es el que mejor semeja al de la carne humana.

No se les puede creer: nadie ha tenido tiempo de experimentar todas las cosas del mundo de la naturaleza. De las cosas del mundo humano, tal vez haya alguno. Quizá hasta haya un español. Aunque en su El mal de Montano simule ignorar el alemán, Enrique Vila-Matas deja la sensación de que ha catado todos los posibles sabores de la literatura.

En cambio yo, que soy capaz de recitar algunos versos en alemán, cantar un par de lieder y orientarme en cualquier menú o línea de metro de Berlín, nunca leí a Isabel Allende ni probé la carne del jabalí, que en las pampas de mi tierra devoran con pasión y sin necesidad de compararla con el sabor de los muslos humanos.

Tuve por un tiempo una novia alemana de largos muslos que venía a Suramérica a cazar jabalíes y a practicar su español. Despreciaba el francés y hablaba con pasión de la lengua alemana. Tarde supe que era lesbiana, y, eso, sólo porque ella misma lo confesó en el dorso de su postal de despedida.

Fue mientras duraba lo nuestro cuando aprendí a sospechar de las abreviaturas de la RAE y a no dudar de la sinceridad de las mujeres, cuando, creyendo mentir, confiesan algo que suscita la emergencia de una pasión recóndita.

A veces me suponen tonto. ¿Seré tonto? El artista plástico y poeta Hugo Padeletti presenta en un poema a cierto tonto que se pregunta:

-¿Siempre es hoy...?

Ese verso interrogativo tiene toda la potencia de la afirmación de un descubrimiento. Lo llamaré "el satori de los pronombres clandestinos".

En su prodigioso relato El árbol de Saussure, el escritor argentino Héctor Libertella detecta varios paradigmas gramaticales reveladores. Por ejemplo, entre las conjunciones del español, la yuxtaposición de las opuestas copulativa y disyuntiva compone el pronombre "yo" de la primera persona, que, para cualquier lengua y para cualquier hablante de la lengua, es la más importante.

Lo mejor de la literatura es que provoca la emergencia de autores como Padeletti, Vila-Matas y Libertella. Sin su concurso este negocio desaparecería a medida que la lengua se vaya convirtiendo en un código morse, o en un sistema de iconitos de Windows sobre los que la gente comenzará cliqueando para comunicarse y terminará pensando directamente sobre la pantalla color.

Lo peor de esta creciente dependencia que la expresión escrita en general y la narrativa en particular contraen con la industria informática es el pacto invisible que ésta impone con la electricidad. Llegará un momento en el que baste interrumpir el suministro de energía a las redes de distribución urbana para silenciar lenguas, naciones y generaciones enteras cuyas palabras pueden ser indispensables para el destino de la especie.

No sabemos qué puede ser indispensable para el destino de la especie. A instancias de la industria editorial, cada vez más autores se imaginan llamados a contar historias. Para ellos, "contar" se manifiesta tanto como un deber hacia el género humano que eluden saberse llamados para crear, inventar, adulterar u ocultar historias.

Desde su irrupción en la tierra, la especie, que supo recorrer sin electricidad el 99% de su camino, no ha hecho otra que contarse historias. El resultado fue la Historia, colmada de infinitas historias que no cesan de brotar, sin necesidad de que alguien se profesionalice para repetirlas.

La repetición profesional es una usurpación de la misión natural de los relatos y de su belleza. Los escritores de antes de la electricidad lo supieron, y por eso, los que hoy podemos recordar, hacían historia con el arte de contarla, no con los acontecimientos que se suponen necesarios para provocar "acontecimientos editoriales", esos monumentos edificados para el olvido.

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