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El 'factor polaco'

El 16 de octubre de 1978, cuando -por decirlo en la terminología clásica- el cardenal Karol Wojtyla subió al solio pontificio, en Estados Unidos Jimmy Carter no había cruzado todavía el ecuador de su primer -y único- cuatrienio presidencial; después, residieron en la Casa Blanca Ronald Reagan, George Bush padre, Bill Clinton y, ahora, Bush hijo. Por aquellas fechas, el timón de la Unión Soviética se hallaba en las ya temblorosas manos de Leonid Bréznev; desde entonces, el Kremlin ha conocido otros cinco inquilinos más, aunque no todos con el mismo rango o título: Yuri Andropov, Konstantin Chernenko, Mijaíl Gorbachov, Boris Yeltsin y Vladimir Putin. Mucho más cerca, en España, un Adolfo Suárez en el cenit de su trayectoria política se disponía a someter a referéndum el proyecto constitucional de 1978, el que iba a servir como marco para los sucesivos gobiernos de Leopoldo Calvo-Sotelo, de Felipe González, de José María Aznar y de José Luis Rodríguez Zapatero, ese mismo texto que hoy muchos consideran preciso poner al día.

Si me he permitido este pequeño ejercicio de memoria es porque creo que, poniéndolo en paralelo con algunos de los mandatos civiles que le han sido contemporáneos, el reinado de Juan Pablo II muestra mejor su envergadura histórica. No se trata del tercer pontificado más largo en dos milenios, tras el del apóstol Pedro y el de Pío IX; es sin duda el más largo, porque la velocidad de los cambios políticos, sociales, culturales o tecnológicos se ha multiplicado como nunca en las últimas décadas y, como consecuencia de esta aceleración, la distancia real entre el mundo de 1978 y el de 2005 es mucho mayor que la que separaba -pongo por caso- el fin del siglo XII y el del siglo XIII.

Lo expresaré de otro modo: mientras que la decadencia del Imperio romano duró dos siglos y medio, mientras que el declive del Imperio turco se arrastró durante más de una centuria, el imperio soviético se desmoronó en apenas tres años. ¿Bajo los golpes del papa Wojtyla, como han repetido tantas voces estos últimos días? Ciertamente, algo tuvo que ver. "Es un gran día para Polonia, y un gran quebradero de cabeza para nosotros", le confesó a su esposa Edward Gierek -número uno del Partido Obrero Unificado (POUP), la marca comunista local- apenas conocer la entronización del cardenal de Cracovia.

Polonia había sido siempre el eslabón más débil de la cadena extendida por Stalin en 1945 sobre la Europa oriental, y ello a causa de la fuerza social e identitaria de su catolicismo; en último término, el régimen comunista polaco era una impostura sostenida sobre un único punto de apoyo: la convicción de que Moscú no toleraría otra clase de gobierno en Varsovia. Pues bien, desde el otoño de 1978, a la protección moscovita de la que gozan los jerarcas del POUP la sociedad civil polaca puede contraponerle otro aval exterior de igual o superior enjundia: el del papa Juan Pablo II, o incluso el de la divina providencia que ha inspirado su elección. Sin este elemento galvanizador, sin el colosal impacto de la primera visita pontificia a su país natal en junio de 1979, no se entenderían los asombrosos sucesos del verano de 1980, ni la eclosión de Solidarnosc, ni la brecha irreparable que todo ello abrió en el telón de acero.

Si la filiación nacional y la experiencia biográfica de Karol Wojtyla fueron determinantes de su contribución a la crisis del socialismo real, también me parecen imprescindibles para comprender el papel del pontífice ante los cambios del mapa político europeo en los últimos tres lustros. Medio olvidada ya aquella tesis que atribuía la implosión de Yugoslavia a un contubernio teutónico-vaticano, es innegable que Juan Pablo II simpatizó con las independencias de Eslovenia y Croacia, en las que veía a dos viejas naciones de matriz católica emancipándose de la férula comunista y/u ortodoxa. Lo mismo cabe decir de la autodeterminación de Lituania o de los demás países bálticos, pero no de la de Timor Oriental. En el caso de la antigua colonia portuguesa conquistada por Indonesia, el pontífice privilegió las buenas relaciones con Yakarta y, en su visita pastoral de octubre de 1989 a Dili, glosó la paz y la reconciliación, no la libertad.

Y es que, descontado el peso de la realpolitik vaticana, el patriotismo polaco en el que el difunto Papa se forjó ha sido siempre muy refractario a los planteamientos centrífugos, a los nacionalismos minoritarios y a las tesis federalistas. La República de Polonia resurgida en 1918 -Wojtyla nacería dos años después- tras un siglo largo de eclipse sentía tal necesidad de autoafirmación y homogeneización política, territorial e identitaria, que se caracterizó por un unitarismo feroz y por un trato muy poco cordial hacia sus minorías lingüísticas internas (ucranianos, judíos, bielorrusos, alemanes, lituanos...), que sumaban un tercio de la población total. Educado bajo ese concepto de Estado-nación -del que la Iglesia polaca fue uno de los vectores principales- no es de extrañar que Juan Pablo II se haya mostrado más bien impermeable ante realidades nacionales del tipo de la catalana o la vasca.

Naturalmente, estas modestas reflexiones en torno a la importancia del factor polaco en algunas facetas terrenales del pontificado recién concluido no pretenden pasar por un análisis global sobre la significación de éste dentro de la historia de la Iglesia. Es posible que, también ahí, Polonia -su catolicismo de frontera, aguerrido, tradicional, templado en la adversidad- sea una clave interpretativa relevante. De cualquier modo, y a día de hoy, lo más fascinante del Papa fallecido es la paradójica, contradictoria relación que mantuvo con su tiempo: la adopción entusiasta de los avances tecnológicos, pero el rechazo frontal de las consecuencias sociales, culturales y morales de éstos; es decir, del individualismo, la permisividad, la crisis de los dogmas únicos, la quiebra del concepto de pecado o la revolución en las formas de familia y de convivencia.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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