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La vivienda en el Estado de bienestar

Me admira pero me sorprende la tendencia agresiva de tantos políticos en abrir discusiones alejandrinas sobre problemas generados por fantasías lejanas, cargadas de ideología global, cuando hay tantos asuntos importantes y urgentes que ya están planteados concretamente e incluso regulados en la misma Constitución, cuyo cumplimiento comportaría una reforma más real que aquellas fantasías. Debe de ser más vendible crear cortinas de humo a partir de generalidades que aplicar las soluciones concretas ya establecidas a unos problemas que son precisamente los que la ciudadanía siente más próximos y más graves.

Por ejemplo, el problema de la vivienda asequible. El artículo 47 de la Constitución dice que "todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada" y que "los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación". Y, concretamente, "la comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos". Es un texto que subraya la especial importancia de este asunto en la ordenación política del país y abre la obligación de instrumentar las debidas líneas legales y ejecutivas.

En cambio, la realidad establece una contradicción flagrante. En Cataluña, el precio de la vivienda entre 1996 y 2004 aumentó, en promedio, el 120% y la dejó, por tanto, escandalosamente alejada del ritmo de los salarios. Es decir, inasequible. Por otro lado, sabemos que en 2004 había en España, aproximadamente, 10 viviendas en régimen de alquiler social para cada 1.000 habitantes, mientras que en Holanda había 140. La media europea era de 80. Es decir, el Estado y las autonomías no han hecho nada para acatar con eficacia el artículo 47. Al contrario, han permitido que la falta de vivienda digna y adecuada vaya aumentando, aceptando el natural encarecimiento del mercado, sin afrontar resueltamente la solución del alquiler asequible, o sea, la vivienda pública al servicio de los que no alcanzan los ritmos de la oferta libre.

No dudo que en estos últimos años ha aumentado la conciencia política respecto a este problema, el cual, con mayor o menor precisión, figura ya en los programas de los partidos de izquierda y de centro. También es cierto que algunos gobiernos están iniciando diversas actuaciones y que han prometido algunas vías creíbles de gestión. Concretamente, en Cataluña, la directora general de la Vivienda de la Generalitat, Carme Trilla, ha presentado -o, en parte, ha prometido- un programa legislativo y unas fórmulas operativas interesantes para dar cumplimiento a la disposición constitucional. Pero me temo -y no, precisamente, en el caso de Trillas- que los políticos -de derechas, sin duda, pero también los que se autodenominan de izquierdas- no acaban de comprender el verdadero alcance del asunto: el derecho a la vivienda es una parte fundamentalísima del Estado de bienestar, como lo son, por ejemplo, la sanidad y la enseñanza, y que, por tanto, hay que tratarlo como tal, con la intervención decisiva y con recursos económicos de las diversas administraciones sin suponer ninguna eficacia en las tímidas intervenciones fiscales y benéficas en la marcha impetuosa y autónoma del mercado. Es una cuestión que no admite falsas aproximaciones y el mercado es incorregible en nuestra sociedad ultracapitalista. Sólo se puede resolver con la autoridad gubernamental, imponiendo -pagando directamente- las grandes inversiones necesarias, con una intervención radical que compense la abusiva y criminal libertad del mercado, basado en una estructura especulativa.

La solución más radical consiste en la construcción de vivienda pública en régimen de alquiler controlado. Para que las administraciones puedan hacerlo en la dimensión adecuada, hay que llevar a cabo una política claramente intervencionista, casi con los modelos del socialismo más radical. Hay que disponer de suelo construible a precio adecuado y para lograrlo hay que ser valiente y decidido, inquebrantable en la reclamación de las plusvalías urbanísticas e incluso en la expropiación forzosa cuando sea indispensable la municipalización del suelo. Hay que evitar que el suelo municipal se dilapide en otros usos. Hay que estudiar la función y los métodos constructivos de la arquitectura para conseguir la economía y la facilidad productiva. Hay que evitar la posibilidad de futuras especulaciones de los propios usuarios. Y a éstos hay que escogerlos con todas las garantías y la máxima transparencia. Hay que regular a fondo el mercado de segunda mano de las viviendas existentes y de las nuevas no sólo para evitar abusos, sino para dar entrada a otro contingente de construcción ahora mal utilizado pero aprovechable. Hay que renovar las casas viejas actuando con expropiaciones y con presiones fiscales o hay que cederlas a un sistema controlado y civilizado de ocupación, como en Holanda. Hay que reorganizar la economía de los ayuntamientos para evitar que sus ingresos provengan casi únicamente de la especulación del suelo. Hay que forzar el poder de las administraciones para resolver directamente el problema en las áreas sociales más desprotegidas, sin confiar en las ingenuas intervenciones en el mercado, con mano dura y con un apoyo económico de gran envergadura. Las promociones privadas -con mayores o menores auxilios oficiales- no van a resolver el problema porque el suyo es colocar los excesos de oferta a grandes precios, desconectados de la realidad de la demanda. Ni el problema de la vivienda, ni el de la sanidad, ni el de la educación se pueden arreglar -es decir, situarlos en el nivel de exigencia que marca la Constitución- con las privatizaciones sustitutorias, si creemos en serio en la construcción equilibrada de un Estado de bienestar.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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