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Columna
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Andersen

Se cumplen hoy los 200 años del nacimiento de Hans Christian Andersen en la danesa Odense. Leo su cuento El yesquero en la magnífica edición de sus Cuentos, publicados por Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, e ilustrados por Nikolaus Heildelbach. La traducción es de Blanca Ortiz Ostalé. Las espléndidas ilustraciones de Heildelbach han sido exhibidas en una exposición que ha albergado la sede del Círculo de Lectores de la calle de O'Donnell y que, a partir del 5 de abril, serán exhibidas en la sede del Círculo de Lectores de Barcelona. El canario Leopoldo O'Donnell, duque de Tetuán, homenajeado en esta calle que, como medio Madrid, hoy está en obras, formó Gobierno con Espartero tras la revolución de 1854. De sus antepasados, los O'Donnell irlandeses, habló, con mucho humor, en un viaje suyo a Madrid, hace ya casi 15 años, en el hotel Convención de la calle de O'Donnell, el irlandés independentista Gerry Adams. Aquella presencia de Gerry Adams -es un magnífico orador, comparte dotes oratorias con el lehendakari Ibarretxe- en el hotel Convención la auspició y organizó la guadianesca Herri Batasuna que, según el tramo de su curso, aparece y desaparece. Ya lo dijo Cicerón: O tempora, o mores -que suena al vasco oh kámpora-, y al "Maestro, ¿dónde moras?" de los evangelios, que Fernando de Orbaneja, que pronto presentará su libro La Biblia al desnudo, quizá convierta en "Maestro, ¿dónde hay moras?", una pregunta en la que no queda claro si el apóstol quiere información sobre mujeres norteafricanas o sobre frutos silvestres.

El yesquero, de Andersen, es un cuento popular -con bruja, tesoro, crímenes y una adorable princesa- que engancha al lector desde la primera línea y no lo suelta hasta el punto final. La acción es vertiginosa y el talento narrativo de Andersen es de auténtico maestro. Andersen fue discípulo de E. T. A. Hoffmann -¡vaya nombre de pila!- y, sobre todo, de Heine -maestro también de Bécquer- con quien comparte una buena cualidad estilística, la sequedad, que tan buenos logros ha dado en verso y en prosa. Por ejemplo, la sequedad de los mejores poemas y de tantos textos en prosa de Bécquer, la sequísima y maravillosa prosa de Madame Bovary, de Flaubert, y la sequedad de la poesía de Cavafis comparten su estirpe con la bellamente árida prosa de los soberbios cuentos de Andersen. Como diría Simón el Estilita, estos textos secos son tan inmortales como el desierto. El lector que se expone al azote de estas arenas, contraviniendo la ley de los cuerpos del principio de Arquímedes, pierde de peso una cantidad igual al peso del sólido -y no del líquido- que desaloja. Si el lector no controla bien la dosis de textos secos que resiste su cerebro no hay que descartar que termine su lectura balbuciendo sentencias eleusinas del estilo de... el desierto está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará?, el desenladrillador que desenladrille sus ladillas buen desenladillador será. Este acertijo que aúna los ladrillos celestiales de san Jesús Gil y Gil y las inevitables ladillas anopluras de los ejercicios espirituales viene a ser la traducción popular del cómico y falsamente misterioso poema Espacio de Juan Ramón Jiménez, un mal plagio de los misterios cristianos de T. S. Eliot. De ahí a saltar a Atenas y bailar un sirtaki con La Sultana del Egeo -así llama la prensa griega ahora, con humor digno de los Monty Phyton, a uno de los sacerdotes ortodoxos implicados en el tráfico de drogas, de quienes hablé en esta misma sección (Drogas ortodoxas, 26-2-2005)- puede haber un paso. El Ministerio de Turismo de Grecia ha sembrado Madrid de carteles publicitarios con esta leyenda: "Vive tu mito en Grecia". Pero el ministerio, como corresponde a su dignidad, no puede difundir una leyenda tan estimulante como "Vive tu mito en Grecia con un pope que trafica con heroína".

Como cuenta en el excelente epílogo del libro Viaje por España, de Andersen, su traductora del danés Marisa Rey, el autor de La sirenita, a los tres años, fue alzado en brazos por un soldado español del Regimiento Zamora desplazado, en 1808, por Napoleón a la isla de Fionia cuya capital es Odense. Esta experiencia lo dejó muy favorablemente marcado a Andersen que, desde entonces, sintió la más profunda simpatía por España, que visitó entre el 4 de septiembre y el 23 de diciembre de 1862. A su estancia en Madrid dedicó 20 páginas de su espléndido Viaje por España.

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