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Columna
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El periódico

Mi casa ha estado durante muchos años llena de periódicos. El desorden doméstico, esa realidad que nos persigue a los disciplinados súbditos del azar y la improvisación, se alimentaba de revistas, libros, cartas sin abrir, papeles con números de teléfonos, ropa en las sillas, ordenadores viejos, bolígrafos sin tinta, alguna caja de cartón, alguna botella vacía y muchos, muchos periódicos. Hablo en pasado, porque este tumulto de papel pertenece a un tiempo ido en el que la libertad de prensa y la variedad de cabeceras representó un florecimiento de la democracia en España. Era aleccionador conocer distintas opiniones, la flexible interpretación de los hechos, el juego de las perspectivas y los intereses. Ahora sólo entran dos periódicos en mi casa, los demás los repaso en las cafeterías o en las salas de espera, porque me cuesta trabajo convivir con la mentira. Nadie es ya tan inocente como para creer en la verdad objetiva. Todo el mundo sabe que informar es interpretar de acuerdo con unos intereses. Pero una cosa es interpretar y otra mentir, falsificar, calumniar, engañar a sabiendas, y una parte muy amplia de la prensa española se ha instalado en la mentira. Parece que el fin justifica los medios (de comunicación). Se trata de una gravísima operación para degradar la democracia española, que hace imposibles la convivencia pública y la tranquilidad doméstica. Hay emisoras de radio que sólo escucho con mala suerte cuando entro en el taxi equivocado, del que procuro bajarme lo antes posible. Hay periódicos superiores a mis fuerzas, a los que sólo me atrevo a acercarme con el apoyo de la barra de un bar. El desorden de mi casa es cada vez menos bullicioso, más gobernable. Ya no vivo envuelto en papel de periódicos, y bien que le duele a mi alma de curioso impertinente.

La desaparición de la realidad bajo el velo de los intereses políticos tendenciosos es uno de los peligros más temibles de la degradación democrática. La institucionalización de la mentira supone la apuesta por un país invertebrado en el que los ciudadanos se acostumbren a distinguir entre las declaraciones oficiales y la existencia real. Se promueve así el descrédito de la política y una premeditada confusión que persigue la pérdida generalizada de autoridad moral a la hora de informar o de opinar. La conclusión es que todo el mundo miente, algo que interesa mucho a los que necesitan esconder sus desmanes, porque presentan al informador como un mentiroso del bando contrario. Se cumple entonces la otra consecuencia gravísima de la degradación democrática: el deterioro profesional. Los ciudadanos no pueden cumplir su trabajo con eficacia y responsabilidad moral. Se ven sometidos a la perpetuación de la mentira. El profesor obligado a enseñar una historia legendaria y falsificada o el médico que no aplica sus conocimientos a causa de los prejuicios ideológicos recuerdan al periodista que hunde su voz y sus manos en la mentira. Pero la realidad nos obliga hasta cierto punto, y todos somos responsables de nuestros actos. La democracia exige que los periodistas reivindiquen la dignidad de su trabajo. A los muebles más pacientes de mi casa les va bien el desorden, el tumulto de los periódicos, ¡pero dentro de un orden!

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