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Columna
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Eskalera Karakola

Ayer por la mañana hubo alfombra roja en Lavapiés. Se extendió desde la calle de Embajadores, 40, antiguo horno y despacho de pan, y durante ocho años casa okupada y autogestionada por el centro social feminista La Eskalera Karakola, hasta un par de manzanas más abajo, donde, tras ardua lucha, el Ayuntamiento ha cedido un nuevo local a este emblemático colectivo de ciudadanas. Por la alfombra desfilaron, de mudanza, integrantes de La Eskalera Karakola, amigas, amigos, vecinas, vecinos, simpatizantes y apoyos, cargando con sus pocas cosas y, como elemento simbólico, con la escalera de caracol que siempre estuvo en Embajadores, 40, y cuyo más probable destino, tras el desalojo de las feministas, fuera la destrucción por el derribo del singular inmueble. Las mujeres de La Eskalera Karakola, que provenían del movimiento feminista, okupa o de lesbianas, ocuparon y reconstruyeron la casa, que durante años sufrió un estado de total abandono por parte de sus propietarios, para ejercer una posición de fuerza en la creación de espacios de participación y uso público, y fueron elaborando un importante archivo sobre la historia reciente de la okupación y el movimiento feminista. Pero ahora ha llegado la especulación a Lavapiés, y los propietarios se apuntan. Es natural.

Lo que no debiera ser tan natural es que la Administración no reconozca el valor histórico del edificio, representativo de los antiguos oficios de los barrios populares. No es, desde luego, un edificio monumental sino una casa de dos plantas del siglo XVII, con estilo "de arrabal", protección estructural y un horno de ladrillo abovedado del XVIII. Es el único de su generación que queda en el barrio y está siendo reclamado por arqueólogos industriales. Pero, según la concejala de Urbanismo del Ayuntamiento, Pilar Martínez, "hay demasiados edificios protegidos y esto no ayuda a que Madrid progrese", un disparate inconcebible en una ciudad donde los edificios a proteger (protegidos o no por la Administración) son sistemáticamente destruidos. Y tampoco sería natural que la Administración no reconociera la labor de ese centro, motor de intervención social y política de muchas mujeres. Así que para las karakolas ha sido una decisión difícil, pues su lucha es doble: por un lado, su proyecto feminista, que tiene gran reconocimiento nacional e internacional; por otro, la protección de la memoria histórica y el valor urbanístico del edificio. La propiedad ofertó el edificio al Ayuntamiento, que finalmente declinó su compra y la legalización de su ocupación, pero ofreció otro local. Fue duro aceptar el abandono, pero la batalla estaba perdida de antemano y el final sería el desalojo por la fuerza. La opción de la mudanza permite a las karakolas continuar con su proyecto feminista sin abandonar la lucha por el futuro de Embajadores, 40.

La cesión del local por parte del Ayuntamiento sienta además un precedente importante, pues en Madrid la única ocupación que se ha legalizado es La Prospe, y repetible, en el propio Lavapiés, con la Tabacalera, la Biblio y Seco, para cuyos proyectos hay ahora una cierta esperanza. Las karakolas reconocen este gesto, aunque suponen que no ha sido más que una maniobra para quedarse con el edificio de Embajadores, 40, sin bicho dentro, y advierten de que su nuevo local no es un privilegio concedido, sino el deber de la Administración de proveer de espacios públicos a los ciudadanos con proyectos sociales activos. Es decir, que no van a convertirse en las okupas buenas, las oficiales. Que no las van a domesticar. Legalizarlas y darles un espacio les permitirá, simplemente, ampliar su capacidad de producción y dedicarse a su proyecto feminista.

Porque hay mucho discurso que sugiere que las mujeres ya hemos llegado, contradictorio con las reestructuras de la dominación heteropatriarcal: aquí están la precariedad, la estratificación laboral, la emigración, la violencia, el modelo único de identidad sexual, la invisibilidad en el ámbito público. Las supuestas iniciativas de género actuales han esterilizado la fuerza del movimiento feminista, que las karakolas quieren repensar, rearticular y revitalizar a través de un espacio de producción feminista y que es más fuerte, consistente y alejado del modelo de consumo de ocio alternativo. Para, desde ahí, seguir lanzadas, peldaño a peldaño, "a la plena insurrección de nuestras vidas".

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