Infamia
Cuando en diciembre de 2004 tuvo lugar la comparecencia de Pilar Manjón ante la comisión parlamentaria para la investigación de los atentados del 11 de marzo se percibió algo que fue más allá de la intervención de una superviviente de la masacre. La consternación colectiva encontró una voz y un rostro que cohesionó a cuantos necesitábamos hacer algo, creer en algo, sentir algo, para contribuir a erradicar los atentados terroristas. Esta mujer representó a una mayoría de la sociedad lo que inevitablemente la convirtió en testimonio del sufrimiento de muchos y de la exigencia de reparación de sus devastadores efectos sobre la conciencia de pertenecer a una determinada cultura.
Cada atentado rompe la convivencia y hace más necesaria, por tanto, la repulsa unánime. Habíamos vivido fracturas injuriantes reflejadas, por ejemplo, en la expresión de Ana Iríbar cuando sufrió el asesinato de Gregorio Ordóñez en enero de 1995, o en la de Consuelo Garrido tras la muerte de su hijo Miguel Ángel Blanco en 1997 y, desgraciadamente, en otras muchas ocasiones que merecieron el respeto consensuado. Pero nunca hasta ahora el alcance del terror había sido tan extenso como en el 11-M y es ahora precisamente cuando quien erró el diagnóstico de la matanza se empeña en convertirse en infame al no reparar en culpar de su fracaso incluso a la mujer que dignificó algunos extremos del debate político sobre el caso, y, sobre todo, restituyó la dignidad colectiva de muchos españoles de a pie.
En manifestaciones diversas, en tertulias, en declaraciones a los medios de comunicación, la derecha está acusando a la portavoz de los afectados por el 11-M de falta de solidaridad, de tener una adscripción política e incluso, con una vileza que no debemos soportar, de ser una plañidera. En el plazo de 10 años ¿ha dejado de ser el dolor de una mujer en estas circunstancias el de toda la ciudadanía, o bien vamos a consentir la instrumentalización de este dolor? Si no somos capaces de reaccionar contra el tratamiento que merecen las madres de luto, tomando el sentido que Nicole Loraux diera a este término en un ensayo sobre el pensamiento griego respecto al desarreglo de la naturaleza que supone la muerte de un hijo joven, es que o se han perdido los principios de respeto en que se basa la democracia, o ha brotado virulentamente la patología de que todo vale para minar al contrario. Si no convenimos dejar fuera de la querella política la aflicción por la pérdida de vidas humanas es que somos cómplices de la infamia.
De los comportamientos que la antropología social establece para distinguir las reglas de convivencia primitivas y arcaicas de las estructuradas uno de los más certeros es la supresión del intercambio de mujeres como mecanismo de relación con el exterior. Los grupos humanos, en general, salen del salvajismo a la vez que dejan de ofrecer mujeres a cambio de otros bienes y aunque en ese estadio sigue siendo habitual pactar el matrimonio aportando la novia una dote sustancialmente distinta a la del novio, los acuerdos tienen lugar dentro de la comunidad, que se vanagloria de conservar a las mujeres en su seno porque sabe, por una parte, que sus capacidades y productividad les son necesarias y, por otra, que el reconocerse como un todo pasa por conceder a las madres un lugar simbólico todavía más importante que el económico. Así se inicia la representación de las madres de los hijos de los hombres, que, si bien está lejos del pensamiento de la modernidad, supone sin duda un gran paso adelante.
Otro paso más dio la civilización griega cuando en su arte, en su filosofía y en su literatura, observó atónita la fortaleza de las mujeres. De la misma manera que, desde sus parámetros misóginos, advirtió del desvarío de la ira de una mujer y de la crueldad a que podía conducir, ensalzó la excelencia del buen uso de esa energía en figuras como la de Atenea, representada con casco y escudo blandiendo la espada, figura-talismán insustituible para la salvaguarda de la mejor de las ciudades y de todos sus habitantes y, en relación con ello, diosa célibe, sin hijos fisiológicos, coetánea sin embargo de la multiplicación de las referencias a la mujer y de la evocación de la madre -como la patria- pareja al avance de la civilización, integrada en diversas circunstancias y, en particular, en las elegías fúnebres, cuando el dolor femenino transciende el ámbito privado y se convierte en el símbolo del dolor de todos por la pérdida de un ciudadano.
En esa trayectoria la mujer simboliza la etnia, equiparación de amplísima proyección en la historia y, en nuestros tiempos, más frecuentemente incorporada por idearios democráticos que absolutistas. Diríamos, para explicarnos, que la república suele tener rostro de mujer mientras que el imperio la tiene de hombre. Que la paz es una mujer fecunda mientras que la guerra es una calavera, negación de la fertilidad. Concluiríamos reclamando piedad ante la aflicción de la mujer y empatía hacia lo que de ella nos conmueve, porque esos sentimientos nos convierten en gente de bien.
Dejando de lado los tópicos que pueda haber en la feminización de los símbolos, parece innegable la convergencia de éstos con avances sociales y de ahí que sea preciso repetir que el hecho de poner bajo sospecha el duelo de una víctima del terrorismo, así como la utilización del mismo para algo que no sea educativo y solidario, denigran el debate político y obligan a la sociedad civil a exigir un mínimo respeto hacia una mujer cuya actitud, en momentos muy penosos, hizo que nos sintiéramos mejor. La sociedad que no se reconoce en el dolor de una madre es una sociedad brutal.
Carmen Aranegui Gascó es profesora de la Universitat de València.
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