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Columna
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Erudición

La otra noche, en un programa de Canal Sur que pilota un presentador muy paciente con talla de torre y bigote benemérito, presencié una extravagancia de la naturaleza. Mientras asistía atónito a la exhibición que describiré en las líneas siguientes, me acordaba de aquellos fenómenos arrastrados por las ferias de pueblo, de los monstruos de miembros asimétricos o memorias inacabables que hacían brincar al público en los bancos del circo, y me decía que lo sorprendente ha tomado un cariz menos romántico y más chusco en este inicio de milenio nuestro, en que la capacidad de pasmo es puesta a prueba una vez cada cuarto de hora. Sin más preámbulos les hablo del acontecimiento, del que muchos de ustedes tendrán ya noticia por vecinos, compañeros de trabajo o las ondas catódicas mismas: un tierno infante de tres o cuatro años, con el nombre de Jesús a la sazón, se reveló capaz de reconocer cualquiera de las cofradías de Sevilla (cuyo número debe de rondar la cincuentena) con sólo asomarse a una fotografía de su cristo epónimo, virgen o emblema. Para colmo, al finalizar una demostración completamente delirante, en que el pequeño genio identificaba cualquier cosa dotada de corona o palio, el presentador de la santa paciencia le invitó a una sesión de mímica en la que él reprodujo en forma de foto fija las poses de varios de los cristos de Sevilla, ya sostuvieran el leño, interrogaran al cielo en busca de orientación o tropezaran en los adoquines romanos. Muy orgullosos o asustados, sus padres, que también estaban allí, aseguraron que nadie había inculcado nada a la pobre criatura; en un alarde de sinceridad que no se sabe si buscaba evitar malentendidos o proponer otros nuevos, agregaron que no sabía leer ni escribir.

Risas aparte, admiro honestamente la potencia del diminuto Jesús para asimilar una cantidad de información visual que a mí me provoca vértigo, y mucho me gustaría seguir sus progresos desde ese momento en que la lectura y la escritura le inicien en materias más vastas que el perfil de los santos autóctonos. Porque no puedo dejar de pensar que, al fin y al cabo, el suyo es conocimiento malgastado, defecto muy común por otra parte en esta ciudad nuestra donde se organizan concursos televisivos para identificar versiones apenas distantes de una misma marcha procesional o los camareros consiguen dar nombres y apellidos a los rostros ensangrentados que empapelan literalmente los mostradores de sus bares. Todos los espíritus díscolos tuvimos una época de apostasía durante la cual abjuramos de la Semana Santa y tachamos de retrógrado a aquel que seguía una procesión por la calle; hoy, más templados, encontramos en los pasos y su parafernalia un colorido exotismo y una de esas excusas para la levitación estética a las que este sur es tan proclive en muchas de sus manifestaciones. Pero la pirotecnia estéril de quien gasta horas en disertar sobre el manto de tal o cual virgen o el tobillo derecho de un cristo de barriada supera la pura erudición, cuyo objeto es instruir al lego, para adentrarse en el exhibicionismo, que tiene por lugares naturales la picota y el escenario. No creo que nadie ame más a Jesús (y me refiero al del Evangelio) por saberse si en el momento de expirar tensó o no las rodillas sobre la madera.

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