Adolescencia
El ciclo pascual, que ahora discurre, coincide con los primeros brotes de la primavera, del mismo modo que su contrapunto, el ciclo navideño, es un ciclo invernal. La Navidad celebra la infancia del año y remeda la de la vida; la Pascua simboliza la edad del pavo. Por este motivo, la escenografía del ciclo navideño está hecha de muñequitos, golosinas, canciones empalagosas y magos que traen juguetes a los niños buenos y crédulos. La Pascua es todo lo contrario. Como la adolescencia, viene a destiempo, acompañada de bruscos cambios climáticos, y como la adolescencia, se resuelve en un drama grande que dura poco. La tradición permite en estos días hacer cosas propias de la adolescencia, impensables el resto del año, como andar en público con los amigotes disfrazado de centurión, o fingir que uno es miembro de una secta de encapuchados que se apodera de las calles y tiene a la población boquiabierta y amedrentada durante toda la noche. No es serio, pero los que participan en el festejo actúan con extrema gravedad.
Para los que prefieren quedarse en casa, la Pascua ofrece una versión doméstica y virtual de lo anterior. Por una extraña lógica, estos días las televisiones de todo el mundo occidental pasan películas de romanos. En algunas se alude de refilón al cristianismo, pero es broma. En lo esencial, son películas de aventuras, llenas de luchas y prodigios, desenfreno y abnegación. Solemnes gamberradas de colores chillones y decorados de cartón, un punto procaces y con una ambigüedad sexual más o menos explícita, más o menos consciente, juguetona y de poco calado. Suelen acabar bien, con incendios, degollinas, heroísmo retórico y una música estridente, de réquiem y pandereta, que los romanos de verdad habrían calificado de música de bárbaros.
Como la adolescencia, los días de Pascua, tenebrosos y sensuales, cargados de aromas y misterios, promesas y amenazas, son propicios a enamorarse y, si no se anda con tiento, a cometer deslices de largo alcance. No es casual que mucha gente nazca a finales de diciembre o primeros de enero.
En los países fríos, donde las condiciones no son benignas y mucho menos exuberantes, es costumbre pintar, esconder y encontrar huevos, que simbolizan la fertilidad en ciernes.
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