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IDA y VUELTA
Columna
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Pasión y trance

El término pasión viene del latín pati, que significa 'sufrir', igual que el patir catalán. Aplicado a la Semana Santa, el sufrimiento se refiere al que padeció Jesucristo en la cruz. Escenificada, la pasión pertenece a la categoría de drama, por más que el adjetivo religioso suavice levemente las leyes del género. Haciendo una regla de tres patillera, pues, podría deducirse que, sin coartadas legendarias, la pasión es un drama. ¿La prueba? Jesucristo. Cuidado: no digo que, en sí mismo, Jesucristo fuera un drama, sino que su final sí lo fue, hasta el punto que, todavía hoy, provoca devociones individuales respetables y desórdenes colectivos ante los cuales se puede reaccionar con perplejidad, entusiasmo, terror, respeto, paciencia o un poco de cada cosa.

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Para los que somos ateos, educados en una prudente distancia de esta clase de manifestaciones, siguen siendo un misterio los movimientos humanos, la solemnidad de la liturgia, la intensa concentración que transmiten los pasos de algunas procesiones, cargadas de elementos que ejercen cierta intimidación psicológica sobre el espectador: maderos, cirios, travesaños, saetas. "En el transcurso del tiempo, a medida que el cristianismo se abrió camino en el mundo, la cruz, que había sido señal de ignominia, instrumento de muerte infamante, se convirtió en símbolo del amor divino y del sacrificio redentor", escribió el historiador de las religiones Royston Pike. La verdad es que según qué imágenes del martirio de Cristo impresionan, y así lo comprobé una vez que fui a misa a los Caputxins de Sarrià sólo para estar cerca de una chica preciosa y que, según tengo entendido, ahora vive en Celrà.

Pero volvamos a la pasión que nos ocupa: la escenificación parece conmover a las multitudes precisamente porque ése es el propósito de un dramaturgo que elabora un argumento basado en hechos reales. Comprender el trance religioso no resulta fácil para los que somos ajenos a la causa y que, a veces, podemos caer en el error de compararlo con un desfile militar o una manifestación de, pongamos, el Primero de Mayo. La prueba de que la vivencia es individual e intransferible es que nadie recurre a la tecnología y no existen costaleros robots, precisamente porque la fe parte de la experiencia. A primera vista, se observan ciertas diferencias entre las peregrinaciones y las procesiones. Los peregrinos parecen tener menos prisa, como ya demostró Nicholas Shrady en su extraordinario periplo recogido en el libro Caminos sagrados. Otras liturgias incluyen expansiones humanas envidiables y pecadoras, como ese Rocío andaluz tan bien descrito por el periodista Francis Marmande en su reportaje Rocío ("un equilibrio amenazado por todos los desequilibiros: alimentario, psíquico, funcional o mental").

Todas estas manifestaciones colectivas relativizan el uso cotidiano del término pasión. Con excesiva frecuencia se suelen publicitar los encantos y las virtudes de la pasión, incluso en los anuncios de perfumes. En la vida sentimental o profesional, se entiende que apasionarse es una forma más participativa de interpretar la realidad, que aumenta las dosis de compromiso e intensidad. Influidos por este discurso, podemos caer en la tentación de fingir entusiasmos para acercarnos, aunque sólo sea un poco, al ansiado objetivo de pertenecer a esta privilegiada minoría de apasionados con certificado de autenticidad. No obstante, ante según qué tentaciones, más nos valdría serenarnos, filtrar cualquier subidón descontrolado a través de mecanismos cerebrales y recordar que la pasión, como demuestran estos días de apasionamiento religioso, puede acabar fatal.

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