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IDA y VUELTA
Columna
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Un patio en el paraíso

Debido a que estamos ante el domingo de Gloria me impongo la tarea de comentar palabras estrechamente ligadas al día de hoy, y de inmediato Gloria y Resurrección se dibujan en el horizonte de este artículo. ¿Qué sé yo de la Gloria? Sin duda, menos que Balzac, que fue muy explícito cuando dijo que la Gloria es el sol de los muertos. Paso a pensar en la Resurrección y me entra miedo si me acuerdo de la amiga que me dijo que si algún día volvieran los muertos, no sabríamos qué hacer con ellos. Y es verdad. ¿Qué haríamos? Mezclados entre los muertos llegarían una gran cantidad de cabrones que no tendríamos más remedio que fusilar. Vuelvo a la Gloria y me pregunto si me gustaría sentirme en ella, es decir, si me gustaría que tuviera ahora mismo reservado un buen butacón en el Cielo. Pues no, pues va a ser que no, que dicen ahora algunos. Y es que me viene a la memoria el escritor Monterroso cuando decía que lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve. Miro al cielo. Y me acuerdo de otros domingos de Gloria, los de la infancia. Entonces se celebraban en sábado y, por extraño que parezca, el cielo era diferente. Eran sábados de Gloria muy amenos en los que mis hermanas y yo, en el amplio patio de un entresuelo del Eixample, nos dedicábamos a aporrear cacerolas y a despertar a todo el vecindario, al que, dicho sea de paso, odiábamos. Que conste que era un odio católico, de cacerola devota, y yo creo que hasta razonable. Después de todo, los prójimos eran entonces, como ahora, horribles.

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Vuelvo rápidamente a la Resurrección y me imagino a un grupo de vecinos y otros muertos vivientes avanzando, en plan de venganza, hacia el grupo que mis hermanas y yo componemos. Dejamos las cacerolas y apretamos a correr despavoridos. No hay salida. Es sábado de Gloria. Me engaño a mí mismo al pensar que despierto y veo que sigue siendo sábado de Gloria. Somos niños. Es sólo que han pasado 50 años, de golpe. Y que el cielo es otro, porque ya nada es lo mismo. No puedo verlo desde donde estoy, tal vez porque estoy en el Paraíso, a decir verdad me siento en la gloria. Todos los problemas han desaparecido. Hablo con seres que me parecen ángeles y todos tienen una palabra educada para mí y mis hermanas. Han pasado 50 años, nos dicen. Y hoy también es sábado de Gloria, responden mis hermanas, y vuelven a sus cacerolas, que suenan magníficas en el lugar donde estamos. Ahora lo entiendo todo, me digo. Aquel patio de la infancia estaba en el paraíso.

"El paraíso es el souvenir de los vivos", creo que dijo Jane Birkin a la salida del funeral de Gainsbourg. Me he pasado media vida intentando averiguar qué quiso exactamente decir con esa frase, porque la verdad es que, aunque enigmática, suena muy aguda. Vuelvo al Paraíso. Noto en mí una importante resistencia a visitarlo, tal vez porque temo que pueda ser un gran suplicio estar a solas allí. Sin hermanas ni patio ni cacerolas y sin festejar los sábados de Gloria. Intuyo de pronto que estar en la gloria celeste tiene que ser muy aburrido. La prueba de que el Paraíso es un lugar triste, inútil y miserable está en el que nadie se ha arriesgado jamás a describir una jornada pasada en él. Y es que si Dios hizo tan mal el mundo, ¿cómo confiar en que haya podido salirle bien el otro mundo? Sólo tolero la idea del Paraíso si entiendo que ya lo visité cuando jugaba en aquel patio. Por lo demás, tiendo a sospechar que la Gloria celeste es un lugar donde te alimentan con foie-gras y suenan todo el rato unas trompetas pesadísimas. Prefiero las cacerolas.

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