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Reportaje:PASEOS

Paseos desde la Alhambra

Cinco posibilidades para "bajar a la vida urbana" tomando como punto de partida el monumento granadino

Desde mi casa en los jardines de la Alhambra, las calles que llevan al corazón de Granada se despeñan como ríos que quisieran inundar la vega. Bajan como desordenados torrentes, dispuestas a perderse en el laberinto de casas que le ponen enagua blanca a la roja colina nazarí. Mi casa es conocida por los antiguos habitantes del barrio como la "casa del cónsul", porque fue sede del Consulado inglés hasta mediados los sesenta. Vivo a la orilla del monumento, respaldado por el Auditorio Manuel de Falla, sede oficial de la impagable Orquesta Ciudad de Granada, probablemente una de las mejores orquestas del país. Soy vecino del espacio más musical de Granada y del hotel más señero de la capital, el Alhambra Palace, un cuatro estrellas con personal, servicio y categoría de cinco, y con la vista más adictiva y sobrecogedora, de las cantadísimas puestas de sol de mi tierra.

Desde este lugar privilegiado existen cinco caminos para recorrer la ciudad y uno para abandonarla. Curiosamente el camino más fácil para dejar Granada desde mi casa es el del Cementerio. Una empinada cuesta, que parece la metáfora de la vida, conecta al viajero con la circunvalación, o con el más allá, evitándole el mal trago de atravesar una ciudad que fue inventada a la medida del hombre, pero no para su invento más venerado: el automóvil. Evidentemente éste no es, ni será, mi recorrido preferido, aunque lo use infinidad de veces para salir de la ciudad a echar mis cantes, o a lomos de mi mountain bike para llegar al paradisíaco Llano de la Perdiz.

De las cinco posibilidades de bajada a la vida urbana desde mi casa, mi preferida es la de la Cuesta del Rey Chico, o de Los Chinos, que separa la Alhambra del Generalife y lleva hasta el río Darro. Nada más iniciarse el descenso, y acompañado por el delicioso rumor del agua de una acequia, te asalta la visión del Albaicín que se planta ante los ojos del caminante como una promesa de belleza ancestral y pintoresca. Al final de la cuesta, antes de tomar el puente sobre el río Darro, si lo que se busca es naturaleza y sosiego, se recomienda el paseo por el Camino de la Fuente del Avellano y beber del agua que bajaba fresquita en la voz de Antonio Molina. Si buscamos bullicio y belleza, día y noche, invierno y verano, la encrucijada nos obliga a tomar la decisión de subir al Albaicín o al Sacromonte, dejando a la derecha el Palacio de los Córdobas, donde se encuentra el Archivo Histórico de ésta ciudad algo huérfana de museos. Propongo abandonar la idea de la fatigosa subida, por la más placentera que recorre la margen del río que lleva a Plaza Nueva. La Carrera del Darro es una calle que está sembrada de bares, tabernas, baños árabes, iglesias, conventos, y casas moriscas convertidas en hoteles con encanto, o en antiguos palacios restaurados, ahora edificios públicos de indudable belleza e interés turístico, religioso, o lúdico. Sé de algún granadino que en la travesía de éste desfiladero de belleza, La Alhambra a la izquierda, el Albaicín a la derecha, llega al ágora de Plaza Nueva, informado, extasiado, cultivado, fervoroso, y, en más de una ocasión, algo bebido.

El camino más fácil para bajar desde La Alhambra al centro me lleva por el oxigenante bosque de la montaña mágica a la puerta de las Granadas. Verde que te quiero verde... dicen que decía Federico García Lorca al pasar bajo el arco, y sentir el milagro de la primavera en el bosque encantado que sería este lugar en su tiempo. La empinada cuesta de Gomérez, entrada y salida tradicional del monumento, y paso de todos los viajeros románticos que han cantado a Granada, está salpicada de tiendas de recuerdos típicos y de artesanía, que han sobrevivido el desvío masivo de turistas por el nuevo acceso a La Alhambra, de unos pocos constructores de guitarras, y de un buen número de antiguas casas nobles, a las que su restauración les ha dado nueva vida, y unos habitantes privilegiados. Desde Plaza Nueva, su base, se abre el horizonte cerrado de las concurridas callejuelas que dan a la multirracial calle Elvira, donde cinco siglos después se vuelve a probar lo de convivencia de culturas, a la Gran Vía, Reyes Católicos, la Catedral, y al recuerdo del zoco que fue, y que es, esa parte de mi ciudad. A mis espaldas la vista más retratada desde la plaza, la Torre de la Vela, chata proa de un barco varado en el monte de la Sabika, que navega por siempre en la retina del que lo ha visto.

Los tres caminos restantes dan al otro lado de la loma que sostiene La Alhambra. El que sale frente a mi balcón se llama Niño del Royo y lleva a las Torres Bermejas. Luego, cae, serpentea, se multiplica por rincones con puertas que dan a paraísos privados, a cármenes ocultos, y, convertido en muchos de sus tramos en escaleras, te deja en la parte izquierda del corazón de Granada. Cerca de todo, y cuesta abajo.

La Cuesta del Realejo con su tosco empedrado, es mi cuarta vía de escape. Me gusta bajar con los amigos al bullicio del Campo del Príncipe y tapear en sus terrazas en las cálidas noches de varano. El Realejo, como los barrios que están bajo el manto protector de La Alhambra, se ha medio salvado de la voraz piqueta inmobiliaria, y conserva su apreciable patrimonio artístico y monumental.

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Se me acaban las salidas. Sólo me queda descender por Antequeruela Baja y la Cuesta del Caidero, para aterrizar en el otoñal y romántico bulevar del río Genil, el Paseo del Salón, al que el Ayuntamiento quiere hacer un lifting, y habré cumplido mi propósito de señalar los cinco caminos que llevan a pasear una ciudad nada evidente, bajando desde la mágica postal que la ha hecho mundialmente famosa.

En un bello carmen de la calle Antequeruela Alta vivió el maestro Falla en los años veinte del siglo pasado. Por su casa pasaron músicos, intelectuales y artistas de renombre europeo. Pero, ¿por qué camino subieron? Y, sobre todo, ¿cómo pronunciaban Igor Strawinski, o el maestro Ravel, la palabra Antequeruela?

Miguel Ríos es cantante.

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