Un infante difunto
Si Guillermo Cabrera Infante se dio cuenta de que iba a morir -y sin duda lo supo, porque no he conocido a nadie con más lucidez para vislumbrar las desgracias- lo que más debió pesarle fue caer vencido por Fidel Castro en esa carrera final.
Castro, nacido tres años antes, era su némesis, su obsesión, el manantial de veneno que alimentaba su ácido talento.
Conocí a Cabrera Infante hace poco menos de cuatro décadas en las turbulencias del Swinging London, cuando ningún intelectual de importancia se atrevía a hablar mal de la revolución cubana. Fue él quien rompió el fuego, de la manera más inesperada.
En algún momento de junio de 1968 fui a visitarlo a su espléndido piso de Gloucester Road, donde vivía con su esposa, la actriz Miriam Gómez, y con un gato persa al que llamaba Offenbach.
Es misterioso que muriera como su madre, de una enfermedad de la que ya pocos mueren: una infección total
Fuimos esa noche a una fiesta en casa de la actriz Jane Birkin, recorrimos King's Road de arriba abajo, nos sacamos fotografías en Carnaby Street con Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa -conservo una, tomada por él, en la que aparezco flanqueado por los dos príncipes del boom, en una pose que a todos nos muestra muy solemnes-.
A las seis de la tarde del día siguiente me invitó a una función privada de 2001: Odisea del espacio, en la que me tocó una butaca contigua a las de George Harrison y Ringo Starr, que eran los dioses de aquella década en agonía.
Después de la película, en un bar de King's Road, me habló con amargura de su último viaje a Cuba, en el verano boreal de 1965, cuando era todavía agregado cultural del Gobierno de la revolución en Bruselas.
"Mi madre acababa de morir de una enfermedad de la que nadie moría, otitis crónica que se convirtió en una infección mal atendida", me dijo, "y cuando recorrí La Habana después de los funerales me di cuenta de que nada estaba en su lugar. Cuba ya no era Cuba. Era otra cosa, una mutación, un trueque de cromosomas. En una increíble cabriola hegeliana, mi país había dado un gran salto adelante, pero había caído atrás".
Quise tomar notas de lo que me estaba diciendo porque para eso había ido, para una larga serie de entrevistas sobre los grandes narradores latinoamericanos que vivían en Europa, pero insistió en que no lo hiciera. Me propuso que siguiéramos hablando y que le dejara un cuestionario breve. Ya me enviaría las respuestas.
"Toma en cuenta que el periodismo es mi vicio privado, mi virtud pública", me escribió en 1969.
Tardó un mes en contestar a mis cuatro preguntas inocentes: "¿Por qué está fuera de Cuba?, ¿cómo trabaja fuera de su país?, ¿por qué eligió Londres? y ¿en qué condiciones volvería?".
Me envió 10 páginas de vitriolo puro que, después de publicadas en el semanario Primera Plana, desencadenaron un alud de réplicas y contrarréplicas tan clamoroso como el famoso caso contra el poeta Heberto Padilla, que sucedió un par de años después.
Tengo delante de mí varias fotos de Cabrera Infante tomadas en aquellos días de Londres y otras, de 10 años más tarde, en una fiesta que le dio en Caracas el canciller venezolano de aquellos tiempos, y otra más en Nueva York, cuando lo vi por última vez, a mediados de los años ochenta.
En todas aparece con el ceño adusto, serísimo, enojado contra el mundo, como si las desdichas de Cuba fueran su propia desdicha, lo que en parte era cierto. Las heridas del exilio jamás se le cicatrizaron, y lo mejor que podría haberle sucedido es haber soñado que bailaba el chachachá en el cabaret Tropicana mientras lo envolvía el otro sueño, el último.
Lo primero que leí de Cabrera Infante fueron las críticas de cine que publicaba en la revista Carteles, de La Habana, a mediados de los años cincuenta. Allí escribió las reflexiones más inteligentes que conozco sobre Vértigo, de Alfred Hitchcock, y sobre Sunset Boulevard, de Billy Wilder. No se me había pasado por la cabeza que un ensayista tan bueno y tan visual pudiera jugar con las palabras como si fueran papeles de colores.
Cuando empecé a leer Tres tristes tigres en 1967, en la edición censurada de Seix Barral, quedé sin aliento por el inagotable virtuosismo de su lenguaje y las parodias sin término, preguntándome cómo harían los traductores para verter esos arabescos endemoniados.
El propio Cabrera Infante resolvió el enigma en Holy Smoke, escrito directamente en inglés en 1985, y sobre el cual una Susan Sontag asombrada dijo que Conrad y Nabokov habían encontrado por fin a uno de sus pares.
Antes de eso había publicado otra gran novela, La Habana para un infante difunto (1979), y después El libro de las ciudades, donde incluye la formidable crónica sobre Londres que fue portada de Primera Plana poco después de su estrepitosa ruptura con Cuba.
Es misterioso que muriera como su madre, de una enfermedad de la que ya pocos mueren: una infección total o, como él diría, una inflexión total. Lo molestaba una diabetes, pero aún conservaba intacto su mal humor cuando se cayó estúpidamente en el baño y se fracturó la cadera a mediados de febrero.
Miriam Gómez, su esposa desde hacía más de 40 años, lo llevó al hospital y se quejó a los amigos de que, por las alarmas de una información equivocada, tanta gente la llamara para darle el pésame cuando "en verdad Guillermito está espléndido, sólo incómodo por la inmovilidad forzosa".
El 19 de febrero, después de una operación de rutina, se le declaró una septicemia y, entonces sí, la muerte avanzó sobre él, irrefrenable, devorándole una víscera tras otra.
Miriam ha contado que, antes de morir, el domingo 20 hacia las diez de la noche Cabrera Infante repetía: "Ya no se puede más. No puedo más", las palabras con las que termina Tres tristes tigres. Tal vez no se daba cuenta, pero aun entonces, al filo del final, estaba parodiando a alguien: a la muerte o a sí mismo.
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