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Columna
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Meteorología

La primavera padece un problema endémico de doble personalidad, y ahí la tenemos: lluviosa y nublada, con ese sol visto y no visto que parece un artículo de broma: sales a la calle en camiseta y te resfrías, porque te sorprende un aguacero; sales a la calle con un paraguas y la gente se ríe de ti, porque el día se pone esplendoroso. Ahí está la primavera, en fin, tumbada en el diván del psiquiatra, indefinida, sin saber qué hacer, sin decidirse.

Muchos cofradieros se han quedado con el santo compuesto, porque les llueve. En un bar, oigo a un ingenioso: "Habría que hacer las imágenes de plástico, y los pasos de poliéster, y los cirios eléctricos, y los estandartes y ese tipo de cosas con tela de gabardina". De ese modo, según él, las procesiones podrían echarse a la calle bajo lluvias de grandeza bíblica, bajo trombas de agua aterradoras, y todo resultaría dramático y teatral, una especie de naufragio litúrgico. Le sugiero que se lo sugiera al Consejo Superior de Hermandades y Cofradías, por si acaso, pero él pide otro whisky y cambia de asunto: ahora explica su nuevo sistema de carburación para motocicletas.

La primavera insensata está que no sabe. Se ha tomado en serio su papel de loca del calendario y por ahí anda ella, manteniendo en vilo a los devotos, fastidiando a los turistas, mareando a los camareros, que se pasan la jornada recogiendo las sombrillas y los veladores de las terrazas, y volviéndolos a poner, y volviéndolos a quitar.

"¿Qué me pongo, oh hermana primavera?", preguntas cuando te asomas al balcón por la mañana. "¿Un chubasquero, una chaqueta de entretiempo, un jersey de hilo, la camiseta de propaganda?" Y la loca se hace la loca, porque ni ella lo sabe. Según le dé el siroco, el día pasará por una fase invernal, por una fase otoñal y por una fase veraniega, y a ese rebujo le damos el nombre de primavera, porque la primavera no es nada por sí misma: una estación que puede ser todas las estaciones en sólo 24 horas. La muy loca. La indecisa por antonomasia. La ninfa que corre desnuda y coronada de flores por los campos y que duerme con un pijama de franela.

Muchas procesiones se han quedado sin salir y muchos turistas se han quedado sin bañarse. ¿A quién se le ocurre confiar en la primavera infiel, en esa trastornada? A cualquiera, para qué engañarnos. Salimos del invierno con el alma helada, pálidos y góticos, lo mismo que vampiros transilvanos. Salimos del invierno encogidos de palor y envenenados de paracetamoles, y ansiamos un poco de sol, un poco de claridad limpia, de azul diáfano, y celebramos la llegada de la primavera como si la primavera fuese una diosa magnánima en vez de una majareta veleidosa. Y nos engaña, por supuesto: nos ofrece un día radiante y al día siguiente nos pone pipando. Deja que inicie su recorrido el paso del Cristo de la Amargura con su madre María Santísima de los Espantos Terrenales, por ejemplo, y obliga a los costaleros a volver al trote, porque están cayendo chuzos de punta, y la ciudad se convierte en el escenario apocalíptico de una estampida de penitentes. La embustera. La lianta. La gloriosa primavera de los pies desnudos, chapoteando en los charcos. La eterna adolescente veleidosa...

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