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Columna
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Revisionismo histórico

El traslado durante la madrugada del pasado jueves de una estatua ecuestre de Franco desde su emplazamiento en la plaza madrileña de San Juan de la Cruz a un almacén ha provocado una virulenta polémica, no de carácter estético (como sucedería inevitablemente con el kitsch del Valle de los Caídos), sino de naturaleza político-partidista. El debate se centra en torno a la oportunidad de una medida adoptada por sorpresa que ha podido herir los sentimientos no sólo de una minoría de nostálgicos en espera de la resurrección del régimen (Blas Piñar acudió a rendir homenaje al Caudillo ante el vacío pedestal), sino también de los antiguos franquistas que hoy forman parte de la sociedad democrática sin renegar de sus convicciones anteriores.

Esas ambiguas relaciones emocionales del presente con el pasado dan cuenta de las desmesuradas reacciones de los dirigentes del PP ante la decisión de la ministra de Fomento; aun siendo cierto que los españoles socializados bajo la dictadura votan hoy todo tipo de opciones políticas, ningún otro partido del arco parlamentario tiene como presidente-fundador a un ministro de Franco y guarda comprometedores silencios sobre su figura. Las obligaciones de los pastores del PP con algunos apriscos de su rebaño explican que Mariano Rajoy haya llamado "irresponsable" a Zapatero por apoyar una medida que -según su criterio- rompe "el espíritu de la transición". Horas antes de haber renacido en Cádiz como mesías de la Constitución de 1812 en la pila bautismal de un sedicente club liberal, Eduardo Zaplana, también acusó al Ejecutivo socialista de "abrir heridas y rencillas entre los españoles" y de ser "el Gobierno más radical de la historia democrática".

Zapatero, sin embargo, no había dicho "frases idiotas" -como denuncia Rajoy-, sino que se había limitado a recordar que los espacios públicos de los países europeos no rinden homenajes a sus dictadores; el recordatorio de la estatua de Oliver Cromwell ante el Parlamento británico sólo muestra ignorancia histórica y mala fe política: la referencia comparativa de Franco no es el lejano Lord Protector del siglo XVII sino Hitler o Mussolini. A los dirigentes del PP, dicho sea de paso, no les gusta demasiado mirar hacia atrás: José María Aznar sostiene que la revisión permanente del pasado hipoteca el presente (Ocho años de Gobierno, Planeta, 2004, página 89). Asumiendo las funciones de nuevo Plutarco, el presidente de honor del PP establece un ilustrativo paralelo entre la resistencia italiana al fascismo y la oposición española al franquismo: criticar hoy la represión por la dictadura española a los vencidos en la Guerra Civil "es como si los italianos dijesen que debían haber apoyado a los aliados antes de 1943" (en vez de combatir al lado de la Alemania de Hitler y de enviar a sus compatriotas judíos a los campos de exterminio). Esa reconciliada memoria con el régimen mussoliniano se hace extensiva al pasado franquista: si sólo los estúpidos lucharon contra el fascismo en lugar de aguardar con los brazos cruzados al desembarco en Sicilia, sólo los pardillos podían combatir al franquismo en lugar de esperar a la muerte del dictador.

Pero un buen número de dirigentes populares no sólo silencian el pasado: también lo falsean. Durante los años de mandato de Aznar, el cinismo oportunista de acudir siempre en socorro del vencedor marchó en paralelo con empalagosas conmemoraciones cortesanas destinadas a reducir el decurso de la historia a una fatigosa sucesión de reyes (godos, mauregatos, trastámaras, habsburgos o borbones) y con el apadrinamiento oficial de publicistas continuadores de la escuela policial de Comín Colomer y Arrarás, dedicados a reescribir la historia de la II República y la Guerra Civil con los mismos criterios que David Irwing y demás negacionistas utilizaron para falsear el relato de la II Guerra Mundial. Ese revisionismo histórico de andar por casa responsabiliza al PSOE de la sublevación militar del 18 de julio y absuelve a la derecha autoritaria de toda culpa por la Guerra Civil, como si el ascenso del fascismo, la destrucción de las democracias y el surgimiento de regímenes dictatoriales en toda Europa durante el período de entreguerras (desde la marcha sobre Roma de 1922 hasta la toma del poder por Dollfuss en 1934, pasando por la victoria de Hitler en 1933) fuesen sólo un mal sueño.

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