Elmar Thome, escultor
¿Acaso no se revisaron los acuerdos con EE UU y los tratados de la UE? Querida Nicole, consulté el diccionario;
La madera más ligera se llama efectivamente madera de balsa. La usan los arquitectos para sus maquetas, es muy débil y relativamente cara. La madera que usé para mis primeras esculturas se llama "tilo" y es la mejor por su gran homogeneidad, pero a lo mejor no demasiado frecuente en España. La encontrarás en serrerías o en empresas que secan madera. Otro material que se me ocurre...".
La carta fue escrita por mi joven amigo Elmar Thome (Baviera, 1964), escultor alemán radicado en Barcelona desde 1985 y casado con la fotógrafa Anna Oswaldo Cruz Lehner. De Elmar me quedan tres pequeñas esculturas, una gran mesa baja interpretada magistralmente a partir de un viejo trillo, una gran estructura para una obra mía de tablas de madera colgantes, seis marcos de hierro fuerte y un dolor en el corazón. Porque Elmar, artista maduro, muy preparado, totalmente entregado a su obra, se quitó la vida en su taller de Barcelona un domingo de este mes de febrero, dejándonos un inevitable sentimiento de culpa: ¿qué hicimos por su obra, qué hicimos para que este artista tan grande como humilde fuera reconocido nacional e internacionalmente?
Elmar era demasiado íntegro para correr por las galerías intentando exponer su obra. Cuando, hace años, el pintor catalán-mexicano Vicente Rojo fue a verlo en su taller, me dijo: "No hay que preocuparse. El éxito le llegará solo". "Eres un albañil", le decía su amigo Cássio Loredano. "Quieres domar la materia".
Si no pedía nada a nadie, no era por orgullo, sino por decencia. Tenía una mirada inocente y buena -la de Cortázar, la del fotógrafo David Douglas Duncan, la de esos dulces gigantes-, no exenta de cierto sentido del humor, a veces negro o corrosivo. Pero no estaba hecho para la lucha, sino para lo que hacía. Se ganaba la vida con otros trabajos manuales para algunos amigos, pero cuando decía "tengo que vivir" se refería al arte, a la apremiante necesidad de crear.
Elmar era también un ser humano desplazado. Desplazado por vivir en una Barcelona cosmopolita, pero de salón, superficial y, a pesar de todo, excluyente. Desplazado en el mundo actual del arte, donde la fuerza combativa y la autopromoción valen más que el talento. Pero Anna me dice que no es por falta de reconocimiento en el más alto nivel que Elmar nos dejó, no sólo por eso. Y seguramente tiene razón.
Su trabajo en el hierro potente como soporte esencial para neumáticos, troncos de árboles, madera, adoquines o enormes piedras, lograba revelar la ligereza escondida en el material. Así son las decenas de adoquines montados en los extremos de delgadas barras de hierro, que ondulan a un metro del suelo. Así es un gordo tronco blanco pulido, que gira sobre sí mismo bajo el impulso del mínimo movimiento del dedo índice. Lejos de la búsqueda exacerbada del efecto -fantástico, mágico u otro-, el escultor Thome extraía una sutil poesía de lo real, una conmovedora fragilidad de la materia más pesada. Y así lograba una obra fuerte, lógica, racional -como la poesía de Jorge Guillén-, a años luz de mucho bavardage barroco de hoy.
Thome tuvo dos grandes y bellas exposiciones en Río de Janeiro, en el Museu de Arte Moderno y el Museu Paço Imperial; en el Museo Municipal de Deggendorf; una instalación en la plaza de la Virreina de Barcelona; exposiciones en la Galería Metropolitana de Barcelona y participaciones en ARCO y Artcologne.
Quizás sea hora de que las autoridades artísticas de la ciudad donde pasó la mitad de su vida reconozcan el talento y la obra gigantesca del joven artista alemán que nos ha dejado.
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