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La dudosa modernización de la educación superior

José Luis Pardo

Aunque sólo sea de nombre, todo el mundo conoce la existencia de un proceso de reforma de las enseñanzas universitarias que ha de desembocar en la construcción de un "Espacio Europeo de Educación Superior" (EEES). Quienes están instalados en el prejuicio de que cualquier cambio es "progresista", y quienes asienten por sistema a cualquier cosa que lleve el calificativo de "europea" (de la misma manera que, durante la posguerra, lo "americano" le añadía prestigio hasta a los mecheros) han conseguido convertir en un dogma inamovible la idea de que toda crítica a este nuevo espacio procede del corporativismo reaccionario de quienes quieren conservar a toda costa sus viejos privilegios y de la mentalidad conservadora y "euroescéptica" de los provincianos mentales que se resisten a integrarse en las nuevas realidades supranacionales emergentes.

Esto ha impedido hasta ahora en España un debate social profundo acerca de este asunto y, lo que es más grave, acerca de su grado de compatibilidad con los principios de la democracia social y del Estado de derecho.

Ante todo, conviene que la opinión pública conozca que la motivación de este proceso de reformas no es ni científica ni política: no se trata de que se hayan detectado en nuestra enseñanza superior deficiencias u obsolescencias en el terreno de la docencia y de la investigación (si se tratase de esto, no se comprende por qué las reformas no se emprendieron, al menos en España, hace años o incluso siglos); hasta en público reconocen sus promotores y defensores que este proyecto se apoya en una razón exclusivamente económica: la necesidad de competir con los Estados Unidos también en el mercado de la educación. Los "expertos" han constatado que, mientras en Europa el sistema universitario es contablemente deficitario y supone una enorme carga presupuestaria para el Estado, aquel país americano ha conseguido hacer de la educación superior un negocio rentable y, en muchos casos, prodigiosamente próspero, y ha logrado atraer a sus aulas a la clientela internacional más numerosa y pudiente y a los patrocinadores privados más generosos. Así pues, si queremos realmente competir en este mercado, debemos comenzar por importar los métodos de nuestros rivales (punto éste en el cual el brillante calificativo de "europeo" que adorna al EEES pierde su esplendor). En este sentido, también es legítimo que los ciudadanos estén informados del significado efectivo de la locución propagandística -empleada con idéntico entusiasmo por "conservadores" y "progresistas" en nuestro espectro parlamentario- sociedad del conocimiento, con la que se designa el nuevo escenario, y que no mienta sino aquella sociedad en la cual el conocimiento se ha convertido enteramente en mercancía. Es obvio que, si los estudiantes se redefinen como clientes o consumidores, las instituciones educativas como empresas del sector de los "servicios" y sus responsables como gestores multinacionales, casi todo lo que hoy consideramos "la universidad" -y que no procede (conviene recordarlo) de las mentes calenturientas del conservadurismo corporativista o del morboso autoritarismo de los euroescépticos reaccionarios, sino del espíritu más cabalmente moderno e ilustrado- está de sobra y puede considerarse en rigor como un obstáculo y, desde luego, como un negocio ruinoso. Naturalmente, nada se puede objetar a la pretensión legítima de las empresas (incluidas las universidades) privadas de orientarse de acuerdo con este criterio de "calidad", pero es difícil no notar que el mismo puede entrar en colisión con los fines que (por mandato constitucional) se asignan a la enseñanza pública en el Estado social de derecho, entre los cuales no es el menos importante el de contribuir a la reducción de las desigualdades sociales en materia de acceso a la educación superior.

Cuando se pregunta a los diseñadores del EEES por los resultados que cabe esperar de él, dibujan en el horizonte de nuestro porvenir educativo el siguiente panorama: por una parte, unas (pocas) universidades de élite -las únicas que merecerán verdaderamente el título de "superiores"-, que formarán a los profesionales más cualificados para los sectores tecnológicos estelares del mercado laboral, y que por ello gozarán de una "esponsorización" magnánima por parte de las empresas que lideran esos mismos sectores, en cuyas vanguardistas instalaciones se acomodarán los conocimientos que ya hoy disfrutan de mejor arraigo comercial y mayor rendimiento empresarial; y, por otra parte, muchas (la mayoría) universidades de masas -para estudios de corto plazo y de mira estrecha-, en donde se hacinará la futura mano de obra de especialización baja y media, que mantendrán una mayor dependencia de fondos públicos y que concentrarán la mayoría de los saberes de escasa demanda mercantil, es decir, esos que solemos llamar "humanidades", aunque convenientemente adaptados a las nuevas circunstancias. Para lograr estos objetivos, la existencia de cosas tales como "carreras" (con esa intolerante estructura dividida en cursos, y éstos en asignaturas), "profesores" (que son o aspiran a ser funcionarios públicos, cuya competencia se determina mediante concursos igualmente públicos, con todo lo que ello acarrea de "inamovilidad", de "independencia" y de "rigidez" en el puesto de trabajo), "licenciaturas" y "doctorados" (con su rígida arquitectura de procedimientos científicos, exámenes, tesis, investigaciones largas y pesadas, etc.) se adapta, evidentemente, muy mal a las fluidas y cambiantes exigencias de un mercado en constante "evolución", que no puede esperar tanto tiempo como el que dura una "carrera" para contratar a un profesional cualificado cuya necesidad ya ha detectado, y que, por tanto, no precisa profesores, sino más bien entrenadores móviles, flexibles y mercantilmente dependientes. La célebre "adaptación de la universidad a la sociedad" ha de leerse, en este contexto, como la completa desarticulación del corpus del saber constituido como tal a partir del proyecto ilustrado como columna vertebral de la enseñanza pública (y del cual las "ciudades universitarias" -otra obsolescencia que el espíritu posmoderno se declara presto a remover en beneficio de la deslocalización del conocimiento- son la concreción espacial) y su disolución en una estela nebulosa de técnicas híbridas, "competencias", "habilidades" o "destrezas" que no se pueden asignar a ningún núcleo teórico definido (pongamos por caso, el Derecho o la Física de la Materia Condensada), sino que son el tipo de aptitudes que el mercado laboral y profesional requiere en cada momento y que, como es natural, no soportan esas severas divisiones académicas ni requieren los complejos mecanismos sancionadores de legitimidad establecidos por la comunidad científica.

Quien sienta curiosidad por el efecto que esto tendrá sobre las aludidas "humanidades" debe también mirar hacia los Estados Unidos, y al modo como en sus universidades las viejas licenciaturas en "letras" se han reconvertido en los llamados cultural studies, que son la vía por la cual estas disciplinas se inscriben en el proceso generalizado de sustitución de los intereses públicos por los privados del que forma parte el desmontaje de la universidad heredada de la Ilustración. Así como las "ciencias" han de adaptarse a la nueva lógica del mercado global, las "letras" han de conformarse a la nueva lógica del mercado político (no menos global) de las identidades culturales: las filologías, la historia (incluida la del arte), la filosofía, la antropología cultural o la sociología encontrarán su porvenir en su desmembración en una colección de "preferencias" privadas que convertirán, pongamos por caso, a Stendhal o a Aristóteles en emblemas de una determinada identidad cultural, religiosa, sexual o lingüística, susceptibles de ser esgrimidos como bandera en el conflicto de civilizaciones o como moneda de cambio en la alianza entre las mismas. Y no es extraño: la identidad es todo lo que queda cuando se despoja a los ciudadanos precisamente de su ciudadanía, la que proviene fundamentalmente de la concepción moderna e ilustrada del Estado de derecho y de la implantación contemporánea de los principios de la democracia social.

Alguien podría aducir, tras la descripción anterior, que de nada de lo dicho se sigue que el proceso en cuestión sea necesariamente malo. Puede que haya llegado la hora de relevar en sus funciones a la universidad. Puede que en verdad el Estado de derecho se haya convertido en una rémora indeseable, o que el Estado de bienestar inspirado en los principios de la democracia social se haya vuelto una carga fiscalmente insostenible; pero lo que de ningún modo puede sobreentenderse sin discusión es que esta reforma de las instituciones educativas, y aún más en el modo en el cual se está aplicando en un Estado con estructuras académicas y científicas tan débiles y con dotaciones presupuestarias tan modestas como el español, sea algo de suyo modernizador y progresista, cuando parece antes bien formar parte de un severo tratamiento de desmodernización en el cual están involucradas todas las instituciones del mundo desarrollado. No sería imposible que, so pretexto de una renovación revolucionaria y sin precedentes, estuviéramos condenando a la docencia superior y a la investigación universitaria españolas (como ya sucedió, con consecuencias difícilmente reversibles, en las enseñanzas medias) a una situación de retraso y postergación objetivos, tanto en términos científicos como políticos y morales, aún más grave que la que se deseaba contrarrestar con tal revolución.

José Luis Pardo es profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

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