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Columna
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Emergencia

No le faltaría razón a quien dijera que los columnistas nos preguntamos tanto acerca de lo que hacen los jóvenes por dos razones vicarias: primero, porque hacerlo nos proporciona la coartada de que no sabemos por qué hacen lo que hacen, y segundo porque al predicarles algo los estamos haciendo ya responsables exclusivos del futuro inmediato. En el reverso de estos dos falsos motivos hay otra falsedad más negra aún: lo preocupante es lo que hacen los jóvenes, y no este pringoso tinglado que sus mayores hemos conseguido culminar con una bandera que no nos da vergüenza tremolar, y en la que ahora se puede ver una ballena blanca. Esa es la bandera que el mejor de los padres desea entregar al mejor de los hijos para que sea alguien en la vida; y esa es la bandera que aspira a tener un día en sus manos el que no tiene nada que heredar.

Seguro que si digo que esa bandera es la del vicio se entiende que estoy hablando de malas costumbres, lo sucio y la perversión moral, Y no se trata de eso. Los liberales son los que mejor saben que vivimos en sociedades cuya norma moral básica es que los vicios privados se convierten automáticamente en virtudes públicas. nadie tiene que pensar más que en su propio interés y en conseguir en el mercado los beneficios más altos, porque al actuar así se dará -gracias a una mano invisible que conduce la historia- el resultado de la prosperidad de todos. La historia en la que estamos es el mejor desmentido de esa falacia, que no es más que la autorización de pufos y estafas de magnitudes inimaginables (ya ven que la Costa del Sol ahora llega hasta Canadá).

Por eso, la limpieza moral de la vida económica es una excepción que hay que buscar en pequeñas empresas que sobreviven a pesar de tener que aceptar prácticas que no son más que chantajes legitimados desde la moral de la economía de mercado. Ese es, en el fondo, el nivel más odioso de la corrupción, porque sólo puede funcionar en un sentido. Los tratos con notarios por medio son otra cosa: son negocios cuyo resultado, ciertamente, es la felicidad de todos: de todos los que los hacen.

Y esa es la porquería que ha salido a flote en Marbella. Ahora, hacen falta dos cosas: que no decaiga y que se sepan todos los detalles, las infinitas mezquindades que han ido minando para siempre la vida y la conciencia de gente que sólo aspiraba a oler a rico. La corrupción no es una patología localizada en altas esferas en las que sólo se mueven unos cuantos poderosos que han llegado a darle al crimen una fotogenia glamurosa. En la puerta de la suite donde cierran los tratos hay otros que llevan corbatas escandalosas que distraen la mirada del revólver oculto bajo la chaqueta. Y abajo, en la calle, en un coche con matrícula falsa espera el que se hace cargo de que alguien no vuelva a dudar de quién manda aquí.

La corrupción es un sistema social que efectivamente funciona. La lucha que el gobierno ha emprendido es una lucha contra un poder ilegal que de hecho gobierna una parte sustancial de nuestra realidad. Es una emergencia: que no falte el apoyo de nadie, que nadie cometa una imprudencia.

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