Procesión
No existe en el mundo un país donde haya, como en el nuestro, tantas procesiones, suenen tantas campanas, se celebren tantas fiestas religiosas presididas por las autoridades civiles, creyentes o agnósticas, pero todas muy encorbatadas. Pese a este triunfo en oros, la Iglesia católica en España se siente perseguida, según predican algunos profetas que tienden a confundir el fin del mundo con su úlcera de estómago. En esta Semana Santa se va a producir una nueva invasión de las calles desde todos los templos, y hasta en el último pueblo de la España eterna el Nazareno atado a la columna, sobre una peana llena de cirios, se paseará a la altura de los primeros balcones, y en alguno de ellos un cartel indicará que allí está la sede del partido socialista, de la UGT o de Comisiones Obreras. En esas oficinas iluminadas con mortecinos neones suele haber cartapacios en estanterías metálicas, un triste ordenador en la mesa del despacho, una pequeña sala de juntas con ceniceros llenos de colillas y una máquina de café en un pasillo: nada que se pueda parecer ni de lejos a la catedral de Toledo. En un pueblo de esta España eterna, todos los años en Semana Santa se representa en vivo la escena de la flagelación. Los actores son siempre los mismos. El personaje de Jesús atado a la columna corre a cargo de un joven que casualmente milita en el PSOE, y el papel de centurión con un látigo de esparto lo ejecuta otro paisano que es del Partido Popular. A ambos el cargo les viene de familia. Durante la procesión, el socialista aguanta con resignación los azotes que su adversario político le da en la espalda desnuda, pero cuando a éste se le va la mano, el Nazareno sospecha que es por ideología y entonces se libera de la columna y le responde con un golpe en el hígado. Sobre la peana suele producirse entre ellos una pelea feroz, como de taberna, que no termina hasta llegar a la iglesia. Al final, Jesús y el centurión entran en razón, se van juntos al bar y piden dos cervezas con una de tortilla. Tanto la Dolorosa como el Nazareno están acostumbrados a vivir todo el año en un templo repleto de tesoros; en cambio, en la Casa del Pueblo sólo hay una pequeña barra, unas mesas con los periódicos del día, un televisor, algunas barajas de brisca y un juego de dominó. Con razón esas imágenes ni siquiera se detienen cuando, a hombros de costaleros, pasan por delante, pero está al llegar el día en que ante el paso de una Virgen cargada de joyas alguien se arranque allí con una saeta para contentar a la Iglesia.
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