Cerveza negra
Delante de una residencia de ancianos de mi barrio, dos mujeres comentan sus circunstancias familiares. Lo hacen en un tono de voz muy alto, como si quisieran que todo el mundo se enterara de que sus padres acaban de instalarse en este centro geriátrico. Dos calles más allá, en el parque de Can Castelló, otros jubilados esperan la inminente llegada de la primavera. Cualquiera que pasee por la ciudad observará que los viejos son cada vez más numerosos y que el retiro es un territorio concurrido en el que no se invierten los recursos necesarios. Nuestras autoridades apenas han empezado a legislar tímidas medidas para poder compaginar el trabajo con la educación y el cuidado de los hijos, pero nadie parece pensar que nuestros padres y abuelos necesitan algo más que un lugar donde aparcarlos, darles las pastillas y someterlos a una intensiva terapia de siesta y televisión. Un síntoma: cada vez recibimos más correo comercial con anuncios de residencias de bucólicos nombres.
Las circunstancias demográficas están creando una situación nueva, protagonizada por personas que anticipan su retiro y que, al dejar de trabajar, dedican la mayoría de su tiempo a atender a sus padres. En muchas familias ya hay dos generaciones de jubilados, y eso transformará las relaciones y la red de servicios sociales, algo que no parece obsesionar a nuestras autoridades. Están demasiado ocupadas insultándose y retirando los insultos. Es otra forma de conjugar el verbo retirar: se retiran mociones de censura, calumnias o querellas, creando una coreografía que pospone la resolución de problemas y corrompe el ambiente con la sensación de pérdida de confianza. "Cal recomposar el clima polític", dijo el presidente Pasqual Maragall en otra de sus comparecencias en TV-3. Curiosamente, no sonaron esas risas enlatadas con las que se aliñan las telecomedias que no hacen gracia.
Después de ver la entrevista con Maragall, el mundo me parecía todavía más contradictorio, así que me planteé seriamente la posibilidad de retirarme. Hice cálculos de hasta cuándo podría aguantar con mis ingresos y salí a comprobar mi saldo. "Retire su tarjeta", me dijo el cajero automático tras consultar lo que la jerga bancaria denomina "disponible". El importe no era suficiente para plantearme un retiro digno, así que opté por una solución más inmediata y saqué unos cuantos billetes para vicios de curso legal. "Retire su dinero y su comprobante", añadió la máquina. De todas las aplicaciones del verbo retirar, la referida al dinero es la más estimulante. Con la pasta en el bolsillo se disipan los presagios lúgubres y te sientes más optimista, dispuesto a brindar a la salud de San Patricio en cualquiera de los pubs irlandeses de la ciudad antes de que llegue la multitudinaria clientela con sus generosos cánticos y su no menos generosa sed. Ya me he retirado de esas celebraciones por razones estrictamente cívicas: me duele tener que salir a mear a la calle por colapso de los servicios de los locales tomados por las hordas de peregrinos. Unas horas antes de que empiece la fiesta también se pueden saborear los matices gustativos de una cerveza negra, y se piensa mejor en el futuro. Entonces las peores hipótesis de retiro se diluyen en cada sorbo y te ves con ánimos de pedir otra jarra y recitar entre dientes a Louis MacNeice, irlandés practicante y autor de unos versos que, si te los pasas por la boca, saben a melancolía: "Peering into your stout you see a past of lazybeds,/ A liner moving west, leaving the husk of home" (Al contemplar la jarra de cerveza negra se ve un pasado de bancales,/ un trasatlántico rumbo al oeste, que deja atrás la cáscara del hogar).
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