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Reportaje:ARQUITECTURA

Albert Speer, la luz y la tiniebla

El genio era Hitler. Albert Speer, su arquitecto y confidente, fue sólo o sobre todo un eficaz tecnócrata que logró dar forma con maquetas y edificios a los sueños visionarios del Führer. El joven acomodado y culto que se convirtió al credo nazi tras sucumbir a la oratoria hipnótica de Adolf Hitler consideró siempre a éste su tutor en el terreno de las artes, y aceptó sus opiniones en materia arquitectónica más con la docilidad del discípulo ante el maestro que con el sometimiento del militante al líder. Si se compara la destreza autodidacta de los croquis arquitectónicos del dictador con lo rutinario del trazo en los dibujos de su seguidor e intérprete es fácil constatar que la subordinación pupilar de Speer tenía fundamentos materiales, y que la admiración artística por el Führer profusamente detallada en sus Memorias no era un mero reflejo de la fascinación política. Como es sabido, el joven Hitler se ganó la vida como dibujante callejero y se describía en los documentos de identidad como 'pintor de arquitecturas'. Llegado al poder, puso a disposición de Speer un ejército de funcionarios para conformar su utopía arquitectónica. Si Leni Riefenstahl, la cineasta del Tercer Reich, dispuso de 30 cámaras para rodar El triunfo de la voluntad, y de 45 para Olimpiadas, Speer tuvo a sus órdenes a un millar de empleados; cualquier evaluación de los logros estéticos de una u otro es inseparable de los colosales medios puestos a su servicio por el Estado totalitario.

No hay maqueta visionaria de Speer para Berlín o Núremberg que no refleje la voluntad artística de Hitler

Todo lo anterior no significa que Speer careciera de talento: lo tuvo como arquitecto -pese a que no consiguiera ser aceptado como estudiante de Poelzig por su dibujo insuficiente-, pero lo tuvo aún más como escenógrafo, como organizador y como político, tres campos en los que su mentor lo superó con creces. Se inició en los proyectos públicos en 1933, primero al servicio de Goebbels y después con el diseño de la escenografía para las concentraciones en Núremberg del partido nazi -que llegó al poder ese año, y al que Speer pertenecía desde enero de 1931-, pero bajo la supervisión de un auténtico maestro del teatro político, autor de la identidad corporativa del partido nazi y escenógrafo inspirado cuya verosímil contratación por la Ópera de Viena hubiera quizá cambiado la historia del siglo XX. Manifestó su competencia organizativa como inspector general de Edificación desde 1937, y como ministro de Armamento -responsable de las autopistas y las fortificaciones lo mismo que de la industria bélica- desde 1942, pero en ambos casos al servicio de un tirano carismático que supo conducir con genio ominoso la expansión de Alemania hasta la catástrofe final. Y evidenció su destreza política al alcanzar las más altas responsabilidades en el Estado nazi, introduciéndose en el círculo íntimo del poder, donde supo permanecer hasta las horas últimas del búnker berlinés, pero de nuevo su trágicamente brillante trayectoria sólo se explica como resultado de la protección paternal de Hitler, que sentía por él un afecto basado en su común pasión por la arquitectura.

Hijo y nieto de arquitectos -y padre del que con el mismo nombre dirige hoy un importante estudio alemán-, Albert Speer se formó con el tradicionalista Heinrich Tessenow, del que sería ayudante, y de ahí provino su familiaridad con el clasicismo nórdico del danés Carl Petersen o el sueco Gunnar Asplund, influencias éstas que se fundirían -en la matriz común de la Wagnerschule entonces dominante- con el monumentalismo prusiano de Gilly o Schinkel, interpretado sucesivamente por el Behrens doméstico y el Troost institucional, para conformar un neoclasicismo colosal y retórico con el que el arquitecto aseguraría haber procurado aproximarse a "la grandeza melancólica de Juan de Herrera". Este estilo solemne, que utilizó en sus grandes proyectos de 1935-1942, llegaría en ocasiones a materializarse -como en la gran tribuna, inspirada en el altar de Pérgamo, que construyó en el Zeppelinfeld de Núremberg en 1935, o en la nueva cancillería que levantó para Hitler en Berlín en 1938-, pero el inicio de la guerra en 1939 interrumpió la mayor parte de ellos, dejando reducidos al estadio de titánicas maquetas los más ambiciosos, desde la gran sala coronada por una cúpula que remataba el eje norte-sur de Berlín -concebido como una espléndida avenida procesional- hasta los palacios del Führer y el mariscal del Reich Hermann Goering.

Desde luego, este clasicismo imperativo no fue exclusivo de Alemania, ya que por aquella época se usaba por igual en la Italia de Mussolini, en la Unión Soviética de Stalin o en los Estados Unidos de Roosevelt para las grandes obras institucionales; y tampoco fue el estilo único del régimen nazi, que promovía con idéntica convicción la arquitectura neovernácula en las zonas rurales y el estilo moderno en fábricas y autopistas -el propio Mies van der Rohe diseñó estaciones de servicio, y entre los auxiliares de Speer figuraban el lacónico Bonatz y el normalizador Neufert-. Pero fue el lenguaje con el que el totalitarismo eligió representarse en su corazón simbólico, y la intervención personal de Hitler en su diseño está en sintonía con su concepción wagneriana y operística del Estado nacionalsocialista como 'obra de arte total', un asunto que Jean Clair esclareció con especial agudeza analítica, y que Frederic Spotts ha documentado ampliamente en su Hitler and the Power of Aesthetics. Habiendo proyectado en su juventud numerosos edificios con el idioma académico de la Ringstrasse vienesa, el canciller aportó al trabajo de Speer algo más que el apoyo político de un mecenas poderoso: desde la gran sala cupulada, desarrollada a partir de dibujos de Hitler inspirados en el Panteón romano, hasta el arco triunfal, que reproduce literalmente el proyecto diseñado por el líder nazi en 1925, no hay maqueta visionaria para Berlín o Núremberg -como para Múnich o Linz con otros arquitectos- que no refleje la voluntad artística del Führer.

El pacto fáustico de Speer con

Hitler no dejó atrás, como ambos fantasearon en sus escritos, un paisaje de ruinas cuya grandeza hablara en el futuro de lo titánico de su empeño. Las construcciones no interrumpidas por la guerra fueron demolidas tras ella, y de aquella utopía colosal y perversa no quedan sino pálidas imágenes (ocultas por la desnazificación hasta la exposición sobre Speer organizada en 1975 en Estocolmo por Lars Olaf Larsson, autor también de la monumental obra completa publicada en 1978; antecedentes arquitectónicos de la biografía de Joachim Fest en 1999 y de la reciente serie de televisión de Heinrich Breloer sobre la relación entre Speer y Hitler, que aparece también en El hundimiento de Oliver Hirschbiegel). Retrospectivamente -y acaso en sintonía con la naturaleza sombríamente teatral del nacionalsocialismo-, lo que Speer describió como "la fascinación y el terror de aquellos años" se resume admirablemente en la 'catedral de luz', la sublime columnata inmaterial de reflectores que enmarcaba las concentraciones de masas en Núremberg. Esa misma ciudad sería escenario del juicio de los jerarcas nazis, que condenó a Speer a una pena de 20 años, cumplida en la soledad de la cárcel de Spandau hasta 1966, residiendo después de esta fecha en Londres hasta su muerte en 1981, dedicado a la redacción de sus Memorias. De ellas extraemos una frase introductoria que sirve como epílogo de este texto, y quizá también como epitafio de una vida de luz y de tiniebla: "En el tribunal de Núremberg dije que si Hitler hubiese tenido amigos, yo habría sido uno de ellos. Le debo tanto los entusiasmos y la gloria de la juventud como el horror y la culpa que vinieron después".

Maqueta de la gran sala proyectada por Speer para Berlín, vista desde el arco triunfal diseñado por Hitler.

Adolf Hitler, supervisando proyectos con Albert Speer.
Maqueta de la gran sala proyectada por Speer para Berlín, vista desde el arco triunfal diseñado por Hitler. Adolf Hitler, supervisando proyectos con Albert Speer.

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